Esteban Echeverría

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    Información biográfica

  1. A una lágrima
  2. Al corazón
  3. El aroma
  4. El desamor
  5. Himno del dolor
  6. La ausencia
  7. La cautiva. Parte primera: El desierto
  8. La cautiva. Parte segunda: El festín
  9. La cautiva. Parte tercera: El puñal
  10. La cautiva. Parte cuarta: La alborada
  11. La cautiva. Parte quinta: El pajonal
  12. La cautiva. Parte sexta: La espera
  13. La cautiva. Parte séptima: La quemazón
  14. La cautiva. Parte octava: Brian
  15. La cautiva. Parte novena: María
  16. La cautiva. Epílogo
  17. La Diamela
  18. La lágrima
  19. Serenata



  20. Información biográfica

      Nombre: Esteban Echeverría
      Lugar y fecha nacimiento: Buenos Aires, Argentina, 2 de septiembre de 1805
      Lugar y fecha defunción: Montevideo, Uruguay, 19 de enero de 1851 (45 años)
      Ocupación: Poeta
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      A una lágrima
        Si la magia del arte
        cristalizar pudiera,
        esa gota ligera
        de origen celestial;
        en la más noble parte
        del pecho la pondría:
        ningún tesoro habría
        en todo el orbe igual.

        Por ella amor se inflama,
        por ella amor suspira,
        ella a la par inspira
        ternura y compasión:
        su luz es como llama
        del cielo desprendida,
        que infunde al mármol vida,
        penetra el corazón.

        ¡Quién mira indiferente
        la lágrima preciosa
        que vierte generosa
        la sensibilidad!
        Su brillo, transparente
        del alma el fondo deja,
        y hasta el matiz refleja
        de la felicidad.

        Permite que recoja
        esa preciosa perla;
        los ángeles al verla
        mi dicha envidiarán:
        amor en su congoja,
        para calmar enojos,
        en tus divinos ojos
        puso ese talismán.
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      Al corazón
        Quis det ut veniat petitio mea; & quod expecto,
        tribuat mihi Deus?
        JOB

        ¿Quién diese que se cumpliera mi petición; y que
        Dios me concediera lo que espero?
        JOB

        ¿Qué corazón es el mío?
        ¡Oh Dios que riges los mundos!
        con la ley de tu albedrío,
        cuyos designios profundos
        ¡no me es dado penetrar!
        ¿Qué misterio, arcano, abismo
        es éste que ni yo mismo
        me atrevo; ¡oh Dios! a sondar?

        ¿Cuándo su volcán se apaga?
        ¿Cuándo su hondura se llena?
        ¿Cuándo la tormenta aciaga
        de sus pasiones serena
        podré ver y no sufrir?
        ¿Cómo es que nada le sacia,
        si ha perdido la eficacia
        para gozar y sentir?

        ¿Cómo al cúmulo de males
        que con porfía violenta
        como furias infernales
        le acosan, no se revienta
        ni exhala un solo clamor?
        ¿Cómo no vierte siquiera
        una lágrima ligera
        para amortiguar su ardor?

        ¿Cómo cabe entre mi pecho,
        cuando su vuelo atrevido
        halla el universo estrecho,
        desprecia lo conseguido,
        y sin cesar pide más?
        ¿Cómo sufre, calla, anhela
        se roe a sí mismo, y vela
        sin fatigarse jamás?

        Vuelvo la vista azorado
        como náufrago en el puerto
        al borrascoso pasado,
        y encuentro todo desierto,
        todo triste y funeral;
        miro atónito delante,
        y ni la luz vacilante
        veo de astro divinal.

        ¿Qué quiere pues, ¡oh Dios mío!
        mi corazón insaciable,
        en su loco desvarío;
        si en la sirte miserable
        todo su caudal perdió?
        ¿Qué quiere si ya la tierra
        nada en su extensión encierra
        semejante a lo que vio?

        ¿Acaso en región luciente
        guardas ¡oh Dios poderoso!
        algo que el alma presiente,
        algún tesoro precioso
        que deba en vano desear;
        y que la mía ambiciona,
        como la excelsa corona
        de su incansable afanar?

        Parece que el hombre errante,
        como triste peregrino,
        marcha con pie vacilante,
        sin saber por qué camino,
        en pos de alguna visión;
        de paso echa una mirada,
        sin arraigar aquí a nada
        su voluble corazón.

        Pero ¡infeliz! marcha en vano,
        tropieza, cae, se fatiga,
        maldice su error insano,
        y a veces su sed mitiga
        con lágrimas de dolor;
        hasta que una mano yerta
        viene, lo toca, y despierta
        despechado del sopor.

        Mas yo continuo luchando
        con un genio incontrastable,
        con mi corazón, sudando,
        al destino irrevocable
        obedezco a mi pesar;
        y no puedo en mi ansia fiera
        ni una lágrima siquiera
        para alivio derramar.

        ¿Qué es esto? ¡Oh Dios! ¿Por qué ha sido
        para mí tu ley más dura?
        ¿Por qué hacerme habéis querido
        blanco de la desventura
        formándome un corazón
        tan indómito y sediento,
        que batallando violento
        siempre está con mi razón?

        Pero nada me respondes
        Dios clemente y soberano:
        ¿por qué tu auxilio me escondes
        y me dejas en oceano
        de dudas siempre fluctuar?
        ¿Por qué un rayo de luz pura
        no me abre senda segura
        para poder descansar?

        No te pido ¡oh Dios! riqueza,
        felicidad, poderío
        gloria, deleites, grandeza;-
        manjares que dan hastío,
        y nunca pueden saciar:
        sólo quiero olvido eterno,
        y algo que pueda el infierno
        de mis pasiones calmar.
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      El aroma
        Flor dorada que entre espinas
        tienes trono misterioso,
        ¡cuánto sueño delicioso
        tú me inspiras a la vez!
        En ti veo yo la imagen
        de la hermosa que me hechiza,
        y mi afecto tiraniza,
        con halago y esquivez.

        El espíritu oloroso
        con que llenas el ambiente,
        me penetra suavemente
        como el fuego del amor;
        y rendido a los encantos
        de amoroso devaneo,
        un instante apurar creo,
        de sus labios el dulzor.

        Si te pone ella en su seno,
        que a las flores nunca esquiva,
        o te mezcla pensativa
        con el cándido azahar;
        tu fragancia llega al alma
        como bálsamo divino,
        y yo entonces me imagino
        ser dichoso con amar.
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      El desamor
        Acongojada mi alma
        día y noche delira,
        el corazón suspira
        por ilusorio bien;
        mas las horas fugaces
        pasan en raudo vuelo,
        sin que ningún consuelo
        a mi congoja den.

        Entre mis venas corre
        sutil, ardiente llama,
        que sin cesar me inflama,
        y llena de dolor.
        Pero una voz secreta
        me dice: ¡infortunada!
        Vivirás condenada
        a eterno desamor.

        Como muere la antorcha
        escasa de alimento,
        así morir me siento
        en mi temprano albor:
        ningún soplo benigno
        da vigor a mi vida,
        pues vivo sumergida
        en triste desamor.

        Como fatuo destello
        que brilla y se evapora,
        se disipó en su aurora
        el astro de mi amor:
        fuese con él mi dicha,
        fuese con él mi calma;
        quedóle sólo a mi alma
        perpetuo desamor.
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      Himno del dolor
        Nihil in terra sine causa fit, & de humo
        non oritur dolor.
        Quae prius nolebat tangere anima mea,
        nunc prae angustia, cibi mei sunt.
        JOB

        Nada se hace en la tierra sin motivo, y de
        la tierra no nace el dolor.
        Las cosas, que antes no quería tocar mi
        alma, ahora por la congoja son mi
        comida.
        JOB

        Devora fiera insaciable,
        monstruo, o demonio execrable,
        que avasallas la creación;
        devora como lo has hecho,
        si no te hallas satisfecho,
        con furor aún más deshecho,
        mi robusto corazón.

        Cebe, cebe en mis entrañas,
        con más rencorosas sañas
        tu furia el diente voraz;
        y en ellas continuo asida,
        como el cáncer a la herida,
        lo que me resta de vida
        consuma en su afán tenaz.

        Roe, roe; -tu constancia
        no abatirá mi arrogancia,
        ni mi orgullo tu furor.
        Nada, nada desconhorta
        un corazón que conforta
        alma grande, a quien importa
        poco, placer, mundo, amor.

        Roe, roe, y en mi seno
        tu mortífero veneno
        derrama: -no he de gemir;
        y cual Jacob, sin testigo,
        contra el ángel enemigo,
        lucharé firme contigo
        hasta vencer o morir.

        No temas, no, que me espante
        tu fuerza y poder gigante,
        aunque frágil caña soy.
        Mi alma es símil a la roca
        cuya frente al cielo toca,
        y la tempestad provoca
        siendo mañana, lo que hoy.

        Hollada la sierpe, vibra
        su dardo, hiere y se libra
        del villano pie veloz;
        o sobre el tigre, enroscando
        su flexible cuerpo blando
        lucha incansable, burlando
        su instinto y saña feroz.

        Devora: -tu fiero brío
        yo provoco y desafío
        armado de mi razón;
        yo masa de vil arcilla,
        yo flor que un soplo amancilla,
        trama débil y sencilla,
        despojo de la creación.

        Yo miserable gusano,
        luz que alienta efluvio vano,
        insecto, chispa mortal;
        yo, menos que un ente aerio
        yo, esclavo vil de tu imperio,
        yo polvo, nada, misterio... Nacido en hora fatal.

        Yo te provoco: -descarga
        sobre mí con mano larga
        tus iras: -yo callaré;
        y sellando como el sabio
        a toda queja mi labio,
        cual firme monte a tu agravio
        inmóvil siempre estaré.

        Yo te provoco: -Dios eres
        Dios terrible que a los seres
        impones tu dura ley;
        Dios que su furia sedienta
        con gemidos alimenta,
        como el oso su cruenta
        zarpa en indefensa grey.

        Dios inexorable y fuerte
        que divides con la muerte
        el vasto imperio del mal;
        desde que el hombre perverso,
        en oscuro día adverso,
        fue lanzado al universo
        del crimen con la señal.

        Yo te provoco: -al infierno
        pide su penar eterno,
        su angustia y noche sin fin;
        su exquisito sentimiento,
        el vivaz remordimiento,
        la congoja y el tormento
        del soberbio serafín.

        Pídele con sus delirios
        sus indecibles martirios,
        el hielo y llama voraz;
        la sed, la rabia y despechos
        de los más précitos pechos,
        y aquellos marmóreos lechos
        do no hay sueño ni solaz.

        Pide también a la tierra
        cuantos dolores encierra,
        cuanto ha, y debe padecer;
        y sobre mí con violencia
        lanza toda su inclemencia:
        que de mi alma la excelencia
        no se dejará vencer.

        Yo te provoco: -cuatro años
        los tormentos más extraños
        probaste iracundo en mí;
        agotando de mi vida,
        de mi juventud florida
        la fuente excelsa, que henchida
        los de un mundo de glorias vi.

        Yo te provoco: -cuatro años
        de mil y mil desengaños
        me hiciste apurar la hiel;
        y en un Páramo desierto,
        do todo era negro y yerto,
        me dejaste al descubierto
        presa de borrasca cruel.

        Yo te provoco: -tu mano
        de mis fatigas temprano
        la copiosa mies cegó,
        dejándome los abrojos,
        para doblar mis enojos,
        y el recuerdo y los despojos
        de un tiempo feliz que huyó.

        Yo te provoco: -¿qué males,
        qué ansias o penas fatales
        me podrán sobrevenir,
        que no haya firme sufrido?
        ¿Qué pasión no habré sentido?
        ¿Qué idea no habré podido
        grande o noble concebir?

        Mi espíritu en su carrera
        ha recorrido la esfera
        de lo terrestre y lo ideal;
        visto su forma desnuda,
        y sondado sin ayuda
        los abismos de la duda,
        del bien, la vida y el mal.

        Cuando los otros insanos
        a pasatiempos livianos
        el juvenil brío dan;
        y en el labio la sonrisa,
        con inquietud indecisa,
        flores de la vida a prisa
        deshojando torpes van.

        Mi corazón de tormentas
        desatadas y violentas
        sufrido había el rigor;
        y laso en un solo día,
        muerto al placer y alegría,
        dicho, en su congoja, había
        adiós eterno al amor.

        En la edad en que sin tino
        del error por el camino
        mueve tropezando el pie
        la turba insana, y apura,
        sumida en tiniebla oscura,
        del placer la copa impura
        que vacía siempre ve:

        ya mi espíritu ambicioso
        para su ardor generoso
        buscaba un nuevo manjar;
        y en sus vuelos soberanos,
        libre de lazos mundanos,
        de la creación los arcanos
        osaba altivo indagar.

        Como en un espejo terso,
        reflejaba el universo
        sus maravillas en él;
        nada, nada se encubría
        a la inteligencia mía,
        y mi ardiente fantasía
        era un mágico pincel.

        Gloria, gloria era el acento
        que en el cielo, tierra y viento
        yo escuchaba resonar;
        gloria mi pecho exhalaba,
        gloria durmiendo soñaba,
        y su fantasma miraba
        doquier como astro brillar.

        Ella me llevara ufano
        a contemplar del Oceano
        el tempestuoso furor;
        ella entre cultas naciones
        a buscar dignas lecciones
        de graves meditaciones;
        nuevo alimento a mi ardor.

        ¿Dónde se fue tanto sueño,
        porvenir tan halagüeño,
        tanta sublime pasión?
        ¡Dolor impío! -Triunfante
        tu brazo asoló pujante,
        el edificio gigante,
        que labrara mi ambición.

        Tú agotando, poco a poco,
        has ido el ardiente foco
        de luz que mi alma abrigó;
        y con tu soplo de muerte
        convirtiendo en masa inerte
        una edad joven y fuerte,
        que mil frutos prometió.

        ¿Qué esperanza me has dejado,
        qué idea no has sofocado
        en mi espíritu al nacer?
        ¿Qué pasión o sentimiento
        no me has trocado en tormento?
        ¿Qué amor o contentamiento
        en hastío o desplacer?

        ¿Qué ilusión o dulce engaño
        en funesto desengaño?
        ¿Qué dicha en triste pesar?
        ¿De qué angustia no has cercado
        mi corazón desolado?
        ¿Qué lágrima no has helado
        en mis ojos al brotar?

        Nobles y grandes pasiones,
        pensamientos y visiones
        sublimes, gran porvenir;
        estudio, vigilias largas,
        siempre fastidiosas cargas
        para débil cuerpo, amargas
        horas de oscuro vivir,

        y de frío desaliento;-
        todo, todo en un momento
        ¡oh inescrutable Dolor!
        para mí estéril ha sido,
        grano en el agua esparcido;
        y en fuente lo has convertido
        de despecho y amargor.

        ¿Qué aflicción o desventura
        podrá parecerme dura?
        ¿Qué puedes robarme ya?
        ¿Qué placer del mundo activo
        puede tener atractivo
        para mi pesar esquivo?
        ¿Qué llenar mi alma podrá?

        Ven, ven ¡oh Dolor terrible!
        De tu poder invisible
        haz un nuevo ensayo en mí;
        verás que una alma arrogante
        es como el duro diamante,
        que siempre brilla flamante
        sin admitir mancha en sí.

        Ven ¡oh Dolor! en silencio;
        ven, pues ya te reverencio
        como a genio bienhechor,
        que mueve influjo divino;
        no cual numen que previno
        inexorable destino
        para venganza y terror.

        Como animando la tierra
        el aire impuro destierra
        con su ardiente rayo el sol;
        así tú, ¡oh Dolor fecundo!
        lacerando el cuerpo inmundo,
        que se ase reptil al mundo,
        eres del alma el crisol.

        Tu intensa llama le aplicas,
        la limpias y purificas
        de la escoria material;
        sublimando la excelencia
        de su peregrina esencia,
        hasta darle una potencia
        divina, excelsa, inmortal.

        Tú pruebas su fortaleza,
        su constancia y su grandeza
        en el yunque del sufrir;
        el triunfo glorificando
        del que contigo luchando
        sufre y calla, sofocando
        de sus huesos el gemir.

        Sin tu influjo, el hombre henchido
        de vanidad, sumergido
        yace en el mar del placer;
        y cree en su delirio ufano,
        cuando se arrastra gusano,
        tierra y cielo soberano
        sujetar a su poder.

        Ven, que tal vez atesora
        alguna fibra sonora
        mi pecho aun lleno de ardor;
        que a tu inhumana porfía
        exhalará una armonía
        capaz de darme alegría,
        y de vencerte ¡oh Dolor!

        Ven luego; que una alma noble
        firme, incontrastable, inmoble
        es contra la adversidad;
        como el Oceano sublime
        que de ley común se exime,
        y en cuya frente no imprime
        mancilla el tiempo, ni edad.
      Arriba

      La ausencia
        Canciones

        Melodía sonora, e concertada,
        suave a letra, angélica a soada.
        (Camoens)

        I. La ausencia

        Fuese el hechizo
        del alma mía,
        y mi alegría
        se fue también:
        en un instante
        todo he perdido,
        ¿dónde te has ido
        mi amado bien?

        Cubrióse todo
        de oscuro velo,
        el bello cielo,
        que me alumbró;
        y el astro hermoso
        de mi destino,
        en su camino
        se oscureció.

        Perdió su hechizo
        la melodía,
        que apetecía
        mi corazón.
        Fúnebre canto
        sólo serena
        la esquiva pena
        de mi pasión.

        Doquiera llevo
        mis tristes ojos,
        hallo despojos
        del dulce amor;
        doquier vestigios
        de fugaz gloria,
        cuya memoria
        me da dolor.

        Vuelve a mis brazos
        querido dueño,
        sol halagüeño
        me alumbrará;
        vuelve tu vista,
        que todo alegra,
        mi noche negra
        disipará.
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      La cautiva. Parte primera
        Era la tarde, y la hora
        en que el sol la cresta dora
        de los Andes. El Desierto
        inconmensurable, abierto,
        y misterioso a sus pies
        se extiende; triste el semblante,
        solitario y taciturno
        como el mar, cuando un instante
        al crepúsculo nocturno,
        pone rienda a su altivez.

        Gira en vano, reconcentra
        su inmensidad, y no encuentra
        la vista, en su vivo anhelo,
        do fijar su fugaz vuelo,
        como el pájaro en el mar.
        Doquier campos y heredades
        del ave y bruto guaridas,
        doquier cielo y soledades
        de Dios sólo conocidas,
        que Él sólo puede sondar.
        A veces, la tribu errante,
        sobre el potro rozagante,
        cuyas crines altaneras
        flotan al viento ligeras,
        lo cruza cual torbellino,
        y pasa; o su toldería
        sobre la grama frondosa
        asienta, esperando el día
        duerme, tranquila reposa,
        sigue veloz su camino.

        ¡Cuántas, cuántas maravillas,
        sublimes y a par sencillas,
        sembró la fecunda mano
        de Dios allí! ¡Cuánto arcano
        que no es dado al vulgo ver!
        La humilde yerba, el insecto,
        la aura aromática y pura,
        el silencio, el triste aspecto
        de la grandiosa llanura,
        el pálido anochecer.

        Las armonías del viento
        dicen más al pensamiento
        que todo cuanto a porfía
        la vana filosofía
        pretende altiva enseñar.
        ¿Qué pincel podrá pintarlas
        sin deslucir su belleza?
        ¿Qué lengua humana alabarlas?
        Sólo el genio su grandeza
        puede sentir y admirar.

        Ya el sol su nítida frente
        reclinaba en occidente,
        derramando por la esfera
        de su rubia cabellera
        el desmayado fulgor.
        Sereno y diáfano el cielo,
        sobre la gala verdosa
        de la llanura, azul velo
        esparcía, misteriosa
        sombra dando a su color.

        El aura, moviendo apenas
        sus alas de aroma llenas,
        entre la yerba bullía
        del campo que parecía
        como un piélago ondear.
        Y la tierra, contemplando
        del astro rey la partida,
        callaba, manifestando,
        como en una despedida,
        en su semblante pesar.

        Sólo a ratos, altanero
        relinchaba un bruto fiero
        aquí o allá, en la campaña;
        bramaba un toro de saña,
        rugía un tigre feroz;
        o las nubes contemplando,
        como extático y gozoso,
        el yajá, de cuando en cuando,
        turbaba el mudo reposo
        con su fatídica voz.

        Se puso el sol; parecía
        que el vasto horizonte ardía:
        la silenciosa llanura
        fue quedando más obscura,
        más pardo el cielo, y en él,
        con luz trémula brillaba
        una que otra estrella, y luego
        a los ojos se ocultaba,
        como vacilante fuego
        en soberbio chapitel.

        El crepúsculo, entretanto,
        con su claroscuro manto,
        veló la tierra; una faja,
        negra como una mortaja,
        el occidente cubrió;
        mientras la noche bajando
        lenta venía, la calma,
        que contempla suspirando
        inquieta a veces el alma,
        con el silencio reinó.

        Entonces, como el ruido
        que suele hacer el tronido
        cuando retumba lejano,
        se oyó en el tranquilo llano
        sordo y confuso clamor;
        se perdió... y luego violento,
        como baladro espantoso
        de turba inmensa, en el viento
        se dilató sonoroso,
        dando a los brutos pavor.

        Bajo la planta sonante
        del ágil potro arrogante
        el duro suelo temblaba,
        y envuelto en polvo cruzaba
        como animado tropel,
        velozmente cabalgando;
        veíanse lanzas agudas,
        cabezas, crines ondeando,
        y como formas desnudas
        de aspecto extraño y cruel.

        ¿Quién es? ¿Qué insensata turba
        con su alarido perturba
        las calladas soledades
        de Dios, do las tempestades
        sólo se oyen resonar?
        ¿Qué humana planta orgullosa
        se atreve a hollar el desierto
        cuando todo en él reposa?
        ¿Quién viene seguro puerto
        en sus yermos a buscar?

        ¡Oíd! Ya se acerca el bando
        de salvajes, atronando
        todo el campo convecino;
        ¡mirad! como torbellino
        hiende el espacio veloz.
        El fiero ímpetu no enfrena
        del bruto que arroja espuma;
        vaga al viento su melena,
        y con ligereza suma
        pasa en ademán atroz.

        ¿Dónde va? ¿De dónde viene?
        ¿De qué su gozo proviene?
        ¿Por qué grita, corre, vuela,
        clavando al bruto la espuela,
        sin mirar alrededor?
        ¡Ved que las puntas ufanas
        de sus lanzas, por despojos,
        llevan cabezas humanas,
        cuyos inflamados ojos
        respiran aún furor!

        Así el bárbaro hace ultraje
        al indomable coraje
        que abatió su alevosía;
        y su rencor todavía
        mira, con torpe placer,
        las cabezas que cortaron
        sus inhumanos cuchillos,
        exclamando: -"Ya pagaron
        del cristiano los caudillos
        el feudo a nuestro poder.

        Ya los ranchos do vivieron
        presa de las llamas fueron,
        y muerde el polvo abatida
        su pujanza tan erguida.
        ¿Dónde sus bravos están?
        Vengan hoy del vituperio,
        sus mujeres, sus infantes,
        que gimen en cautiverio,
        a libertar, y como antes,
        nuestras lanzas probarán."

        Tal decía, y bajo el callo
        del indómito caballo,
        crujiendo el suelo temblaba;
        hueco y sordo retumbaba
        su grito en la soledad.
        Mientras la noche, cubierto
        el rostro en manto nubloso,
        echó en el vasto desierto,
        su silencio pavoroso,
        su sombría majestad.
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      La cautiva. Parte segunda: El festín
        ... orríbile favelle,
        parole di dolore, accenti d'ira,
        voci alte e fioche, e suon di man con elle
        facévano un tumulto...
        (Dante)

        El festín

        Noche es el vasto horizonte,
        noche el aire, cielo y tierra.
        Parece haber apiñado
        el genio de las tinieblas,
        para algún misterio inmundo,
        sobre la llanura inmensa,
        la lobreguez del abismo
        donde inalterable reina.

        Sólo inquietos divagando,
        por entre las sombras negras,
        los espíritus foletos
        con viva luz reverberan,
        se disipan, reaparecen,
        vienen, van, brillan, se alejan,
        mientras el insecto chilla,
        y en fachinales o cuevas
        los nocturnos animales
        con triste aullido se quejan.

        La tribu aleve, entretanto,
        allá en la pampa desierta,
        donde el cristiano atrevido
        jamás estampa la huella,
        ha reprimido del bruto
        la estrepitosa carrera;
        y campo tiene fecundo
        al pie de una loma extensa,
        lugar hermoso, do a veces
        sus tolderías asienta.

        Feliz la maloca ha sido;
        rica y de estima la presa
        que arrebató a los cristianos:
        caballos, potros y yeguas,
        bienes que en su vida errante
        ella más que el oro precia;
        muchedumbre de cautivas,
        todas jóvenes y bellas.

        Sus caballos, en manadas,
        pacen la fragante yerba;
        y al lazo, algunos prendidos,
        a la pica, o la manea,
        de sus indolentes amos
        el grito de alarma esperan.

        Y no lejos de la turba,
        que charla ufana y hambrienta,
        atado entre cuatro lanzas,
        como víctima en reserva,
        noble espíritu valiente
        mira vacilar su estrella;
        al paso que su infortunio,
        sin esperanza, lamentan,
        rememorando su hogar,
        los infantes y las hembras.

        Arden ya en medio del campo
        cuatro extendidas hogueras,
        cuyas vivas llamaradas
        irradiando, colorean
        el tenebroso recinto
        donde la chusma hormiguea.
        En torno al fuego sentados
        unos lo atizan y ceban;
        otros la jugosa carne
        al rescoldo o llama tuestan.

        Aquél come, éste destriza,
        más allá alguno degüella
        con afilado cuchillo
        la yegua al lazo sujeta,
        y a la boca de la herida,
        por donde ronca y resuella,
        y a borbollones arroja
        la caliente sangre fuera,
        en pie, trémula y convulsa,
        dos o tres indios se pegan
        como sedientos vampiros,
        sorben, chupan, saborean
        la sangre, haciendo mormullo,
        y de sangre se rellenan.

        Baja el pescuezo, vacila,
        y se desploma la yegua
        con aplausos de las indias
        que a descuartizarla empiezan.
        Arden en medio del campo,
        con viva luz las hogueras;
        sopla el viento de la pampa
        y el humo y las chispas vuelan.
        A la charla interrumpida,
        cuando el hambre está repleta,
        sigue el cordial regocijo,
        el beberaje y la gresca,
        que apetecen los varones,
        y las mujeres detestan.

        El licor espirituoso
        en grandes bacías echan;
        y, tendidos de barriga
        en derredor, la cabeza
        meten sedientos, y apuran
        el apetecido néctar,
        que bien pronto los convierte
        en abominables fieras.

        Cuando algún indio, medio ebrio,
        tenaz metiendo la lengua
        sigue en la preciosa fuente,
        y beber también no deja
        a los que aguijan furiosos,
        otro viene, de las piernas
        lo agarra, tira y arrastra,
        y en lugar suyo se espeta.

        Así bebe, ríe, canta,
        y al regocijo sin rienda
        se da la tribu; aquel ebrio
        se levanta, bambolea,
        a plomo cae, y gruñendo
        como animal se revuelca.
        Éste chilla, algunos lloran,
        y otros a beber empiezan.

        De la chusma toda al cabo
        la embriaguez se enseñorea
        y hace andar en remolino
        sus delirantes cabezas;
        entonces empieza el bullicio,
        y la algazara tremenda,
        el infernal alarido
        y las voces lastimeras,
        mientras sin alivio lloran
        las cautivas miserables,
        y los ternezuelos niños,
        al ver llorar a sus madres.

        Las hogueras, entretanto,
        en la obscuridad flamean,
        y a los pintados semblantes
        y a las largas cabelleras
        de aquellos indios beodos,
        da su vislumbre siniestra
        colorido tan extraño,
        traza tan horrible y fea,
        que parecen del abismo
        précito, inmunda ralea,
        entregada al torpe gozo
        de la sabática fiesta.

        Todos en silencio escuchan;
        una voz entona recia
        las heroicas alabanzas,
        y los cantos de la guerra:
        -Guerra, guerra, y exterminio
        al tiránico dominio
        del huinca; engañosa paz:
        devore el fuego sus ranchos,
        que en su vientre los caranchos
        ceben el pico voraz.

        Oyó gritos el caudillo,
        y en su fogoso tordillo
        salió Brian;
        pocos eran y él delante
        venía, al bruto arrogante
        dio una lanzada Quillán.
        Lo cargó al punto la indiada:
        con la fulminante espada
        se alzó Brian;
        grandes sus ojos brillaron,
        y las cabezas rodaron
        de Quitur y Callupán.

        Echando espuma y herido
        como toro enfurecido
        se encaró,
        ceño torvo revolviendo,
        y el acero sacudiendo:
        nadie acometerlo osó.

        Valichu estaba en su brazo;
        pero al golpe de un bolazo
        cayó Brian
        como potro en la llanura:
        cebo en su cuerpo y hartura
        encontrará el gavilán.

        Las armas cobarde entrega
        el que vivir quiere esclavo;
        pero el indio guapo, no:
        Chañil murió como bravo,
        batallando en la refriega,
        de una lanzada murió.

        Salió Brian airado
        blandiendo la lanza,
        con fiera pujanza
        Chañil lo embistió;
        del pecho clavado
        en el hierro agudo,
        con brazo forzudo,
        Brian lo levantó.

        Funeral sangriento
        ya tuvo en el llano;
        ni un solo cristiano
        con vida escapó.
        ¡Fatal vencimiento!
        Lloremos la muerte
        del indio más fuerte
        que la pampa crió.

        Quiénes su pérdida lloran,
        quiénes sus hazañas mentan.
        Óyense voces confusas,
        medio articuladas quejas,
        baladros, cuyo son ronco
        en la llanura resuena.

        De repente todos callan,
        y un sordo mormullo reina,
        semejante al de la brisa
        cuando rebulle en la selva;
        pero, gritando, algún indio
        en la boca se palmea,
        y el disonante alarido
        otra vez el campo atruena.

        El indeleble recuerdo
        de las pasadas ofensas
        se aviva en su ánimo entonces,
        y atizando su fiereza
        al rencor adormecido
        y a la venganza subleva.

        En su mano los cuchillos,
        a la luz de las hogueras,
        llevando muerte relucen;
        se ultrajan, riñen, vocean,
        como animales feroces
        se despedazan y bregan.

        Y, asombradas, las cautivas
        la carnicería horrenda
        miran, y a Dios en silencio
        humildes preces elevan.
        Sus mujeres entretanto,
        cuya vigilancia tierna
        en las horas de peligro
        siempre cautelosa vela,
        acorren luego a calmar
        el frenesí que los ciega,
        ya con ruegos y palabras
        de amor y eficacia llenas,
        ya interponiendo su cuerpo
        entre las armas sangrientas.

        Ellos resisten y luchan,
        las desoyen y atropellan,
        lanzando injuriosos gritos;
        y los cuchillos no sueltan
        sino cuando, ya rendida
        su natural fortaleza
        a la embriaguez y al cansancio,
        dobla el cuello y cae por tierra.

        Al tumulto y la matanza
        sigue el llorar de las hembras
        por sus maridos y deudos,
        las lastimosas endechas
        a la abundancia pasada,
        a la presente miseria,
        a las víctimas queridas
        de aquella noche funesta.

        Pronto un profundo silencio
        hace a los lamentos tregua,
        interrumpido por ayes
        de moribundos, o quejas,
        risas, gruñir sofocado
        de la embriagada torpeza;
        al espantoso ronquido
        de los que durmiendo sueñan,
        los gemidos infantiles
        del ñacurutú se mezclan;
        chillidos, aúllos tristes
        del lobo que anda a la presa.

        De cadáveres, de troncos,
        miembros, sangre y osamentas,
        entremezclados con vivos,
        cubierto aquel campo queda,
        donde poco antes la tribu
        llegó alegre y tan soberbia.
        La noche en tanto camina
        triste, encapotada y negra;
        y la desmayada luz
        de las festivas hogueras
        sólo alumbra los estragos
        de aquella bárbara fiesta.
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      La cautiva. Parte tercera: El puñal
        Yo iba a morir, es verdad,
        entre bárbaros crueles,
        y allí el pesar me mataba
        de morir, mi bien, sin verte.
        A darme la vida tú
        saliste, hermosa, y valiente
        (Calderón)

        El puñal

        Yace en el campo tendida,
        cual si estuviera sin vida,
        ebria, la salvaje turba,
        y ningún ruido perturba
        su sueño o sopor mortal.
        Varones y hembras mezclados

        Paran la oreja bufando
        los caballos, que vagando
        libres despuntan la grama;
        y a la moribunda llama
        de las hogueras se ve,
        se ve sola y taciturna,
        símil a sombra nocturna,
        moverse una forma humana,
        como quien lucha y se afana,
        y oprime algo bajo el pie.

        Se oye luego triste aúllo,
        y horrisonante mormullo,
        semejante al del novillo
        cuando el filoso cuchillo
        lo degüella sin piedad,
        y por la herida resuella,
        y aliento y vivir por ella,
        sangre hirviendo a borbollones,
        en horribles convulsiones,
        lanza con velocidad.

        Silencio; ya el paso leve
        por entre la yerba mueve,
        como quien busca y no atina,
        y temeroso camina
        de ser visto o tropezar,
        una mujer: en la diestra
        un puñal sangriento muestra,
        sus largos cabellos flotan
        desgreñados, y denotan
        de su ánimo el batallar.

        Ella va. Toda es oídos;
        sobre salvajes dormidos
        va pasando, escucha, mira,
        se para, apenas respira,
        y vuelve de nuevo a andar.
        Ella marcha, y sus miradas
        vagan en torno, azoradas,
        cual si creyesen ilusas
        en las tinieblas confusas
        mil espectros divisar.

        Ella va, y aun de su sombra,
        como el criminal, se asombra;
        alza, inclina la cabeza;
        pero en un cráneo tropieza
        y queda al punto mortal.
        Un cuerpo gruñe y resuella,
        y se revuelve; mas ella
        cobra espíritu y coraje,
        y en el pecho del salvaje
        clava el agudo puñal.

        El indio dormido expira,
        y ella veloz se retira
        de allí, y anda con más tino
        arrastrando del destino
        la rigorosa crueldad.
        Un instinto poderoso,
        un afecto generoso
        la impele y guía segura,
        como luz de estrella pura,
        por aquella obscuridad.

        Su corazón de alegría
        palpita; lo que quería,
        lo que buscaba con ansia
        su amorosa vigilancia,
        encontró gozosa al fin.
        Allí, allí está su universo,
        de su alma el espejo terso,
        su amor, esperanza y vida;
        allí contempla embebida
        su terrestre serafín.

        -Brian -dice-, mi Brian querido
        busca durmiendo el olvido;
        quizás ni soñando espera
        que yo entre esta gente fiera
        le venga a favorecer.
        Lleno de heridas, cautivo,
        no abate su ánimo altivo
        la desgracia, y satisfecho
        descansa, como en su lecho,
        sin esperar, ni temer.

        Sus verdugos, sin embargo,
        para hacerle más amargo
        de la muerte el pensamiento,
        deleitarse en su tormento,
        y más su rencor cebar
        prolongando su agonía,
        la vida suya, que es mía,
        guardaron, cuando, triunfantes,
        hasta los tiernos infantes
        osaron despedazar,

        arrancándolos del seno
        de sus madres -¡día lleno
        de execración y amargura,
        en que murió mi ventura,
        tu memoria me da horror!-.
        Así dijo, y ya no siente,
        ni llora, porque la fuente
        del sentimiento fecunda,
        que el femenil pecho inunda,
        consumió el voraz dolor.

        Y el amor y la venganza
        en su corazón alianza
        han hecho, y sólo una idea
        tiene fija y saborea
        su ardiente imaginación.
        Absorta el alma, en delirio
        lleno de gozo y martirio
        queda, hasta que al fin estalla
        como volcán, y se explaya
        la lava del corazón.

        Allí está su amante herido,
        mirando al cielo, y ceñido
        el cuerpo con duros lazos,
        abiertos en cruz los brazos,
        ligadas manos y pies.
        Cautivo está, pero duerme;
        inmoble, sin fuerza, inerme
        yace su brazo invencible:
        de la pampa el león terrible
        presa de los buitres es.

        Allí, de la tribu impía,
        esperando con el día
        horrible muerte, está el hombre
        cuya fama, cuyo nombre
        era, al bárbaro traidor,
        más temible que el zumbido
        del hierro o plomo encendido;
        más aciago y espantoso
        que el valichu rencoroso
        a quien ataca su error.

        Allí está; silenciosa ella,
        como tímida doncella,
        besa su entreabierta boca,
        cual si dudara le toca
        por ver si respira aún.
        Entonces las ataduras,
        que sus carnes roen duras,
        corta, corta velozmente
        con su puñal obediente,
        teñido en sangre común.

        Brian despierta; su alma fuerte,
        conforme ya con su suerte,
        no se conturba, ni azora;
        poco a poco se incorpora,
        mira sereno, y cree ver
        un asesino: echan fuego
        sus ojos de ira; mas luego
        se siente libre, y se calma,
        y dice: -¿Eres alguna alma
        que pueda y deba querer?

        ¿Eres espíritu errante,
        ángel bueno, o vacilante
        parto de mi fantasía?
        -Mi vulgar nombre es María,
        ángel de tu guarda soy;
        y mientras cobra pujanza,
        ebria la feroz venganza
        de los bárbaros, segura,
        en aquesta noche obscura,
        velando a tu lado estoy:
        nada tema tu congoja.-

        Y enajenada se arroja
        de su querido en los brazos,
        la da mil besos y abrazos,
        repitiendo: -Brian, Brian.-
        La alma heroica del guerrero
        siente el gozo lisonjero
        por sus miembros doloridos
        correr, y que sus sentidos
        libres de ilusión están.

        Y en labios de su querida
        apura aliento de vida,
        y la estrecha cariñoso
        y en éxtasis amoroso
        ambos respiran así;
        mas, súbito él la separa,
        como si en su alma brotara
        horrible idea, y la dice:
        -María, soy infelice,
        ya no eres digna de mí.

        Del salvaje la torpeza
        habrá ajado la pureza
        de tu honor, y mancillado
        tu cuerpo santificado
        por mi cariño y tu amor;
        ya no me es dado quererte.-
        Ella le responde: -Advierte
        que en este acero está escrito
        mi pureza y mi delito,
        mi ternura y mi valor.

        Mira este puñal sangriento,
        y saltará de contento
        tu corazón orgulloso;
        diómelo amor poderoso,
        diómelo para matar
        al salvaje que insolente
        ultrajar mi honor intente;
        para, a un tiempo, de mi padre,
        de mi hijo tierno y mi madre,
        la injusta muerte vengar.

        Y tu vida, más preciosa
        que la luz del sol hermosa,
        sacar de las fieras manos
        de estos tigres inhumanos,
        o contigo perecer.
        Loncoy, el cacique altivo
        cuya saña al atractivo
        se rindió de estos mis ojos,
        y quiso entre sus despojos
        de Brian la querida ver,

        después de haber mutilado
        a su hijo tierno; anegado
        en su sangre yace impura;
        sueño infernal su alma apura:
        dióle muerte este puñal.
        Levanta, mi Brian, levanta,
        sigue, sigue mi ágil planta;
        huyamos de esta guarida
        donde la turba se anida
        más inhumana y fatal.

        -¿Pero adónde, adónde iremos?
        ¿Por fortuna encontraremos
        en la pampa algún asilo,
        donde nuestro amor tranquilo
        logre burlar su furor?
        ¿Podremos, sin ser sentidos
        escapar, y desvalidos
        caminar a pie, ijadeando,
        con el hambre y sed luchando,
        el cansancio y el dolor?

        -Sí; el anchuroso desierto
        más de un abrigo encubierto
        ofrece, y la densa niebla,
        que el cielo y la tierra puebla,
        nuestra fuga ocultará.
        Brian, cuando aparezca el día,
        palpitantes de alegría,
        lejos de aquí ya estaremos,
        y el alimento hallaremos
        que el cielo al infeliz da.

        -Tú podrás, querida amiga,
        hacer rostro a la fatiga,
        mas yo, llagado y herido,
        débil, exangüe, abatido,
        ¿cómo podré resistir?
        Huye tú, mujer sublime,
        y del oprobio redime
        tu vivir predestinado;
        deja a Brian infortunado,
        solo, en tormentos morir.

        -No, no, tu vendrás conmigo,
        o pereceré contigo.
        De la amada patria nuestra
        escudo fuerte es tu diestra,
        ¿y qué vale una mujer?
        Huyamos, tú de la muerte,
        yo de la oprobiosa suerte
        de los esclavos; propicio
        el cielo este beneficio
        nos ha querido ofrecer;
        no insensatos lo perdamos.

        Huyamos, mi Brian, huyamos;
        que en el áspero camino
        mi brazo, y poder divino
        te servirán de sostén.
        -Tu valor me infunde fuerza,
        y de la fortuna adversa,
        amor, gloria o agonía
        participar con María
        yo quiero; huyamos, ven, ven.-

        Dice Brian y se levanta;
        el dolor traba su planta,
        mas devora el sufrimiento;
        y ambos caminan a tiento
        por aquella obscuridad.
        Tristes van, de cuando en cuando
        la vista al cielo llevando,
        que da esperanza al que gime,
        ¿qué busca su alma sublime?
        la muerte o la libertad.

        -Y en esta noche sombría
        ¿quién nos servirá de guía?
        -Brian, ¿no ves allá una estrella
        que entre dos nubes centella
        cual benigno astro de amor?
        Pues ésa es por Dios enviada,
        como la nube encarnada
        que vio Israel prodigiosa;
        sigamos la senda hermosa
        que nos muestra su fulgor,

        ella del triste desierto
        nos llevará a feliz puerto.-
        Ellos van; solas, perdidas,
        como dos almas queridas,
        que amor en la tierra unió,
        y en la misma forma de antes,
        andan por la noche errantes,
        con la memoria hechicera
        del bien que en su primavera
        la desdicha les robó.

        Ellos van. Vasto, profundo
        como el páramo del mundo
        misterioso es el que pisan;
        mil fantasmas se divisan,
        mil formas vanas allí,
        que la sangre joven hielan:
        mas ellos vivir anhelan.
        Brian desmaya caminando
        y, al cielo otra vez mirando,
        dice a su querida así:
        -Mira: ¿no ves? la luz bella
        de nuestra polar estrella
        de nuevo se ha obscurecido,
        y el cielo más denegrido
        nos anuncia algo fatal.
        -Cuando contrario el destino
        nos cierre, Brian, el camino,
        antes de volver a manos
        de esos indios inhumanos.
      Arriba

      La cautiva. Parte cuarta: La alborada
        Già la terra e coperta d´uccisi;
        tutta è sangue la vasta pianura;...
        (Manzoni)

        "Ya de muertos la tierra está cubierta,
        y la vasta llanura toda es sangre."

        La alborada

        Todo estaba silencioso.
        La brisa de la mañana
        recién la yerba lozana
        acariciaba, y la flor;
        y en el oriente nubloso,
        la luz apenas rayando
        iba el campo matizando
        de claroscuro verdor.

        Posaba el ave en su nido;
        ni del pájaro se oía
        la variada melodía,
        música que al alba da;
        y sólo, al ronco bufido
        de algún potro que se azora,
        mezclaba su voz sonora
        el agorero yajá.

        En el campo de la holganza,
        so la techumbre del cielo,
        libre, ajena de recelo,
        dormía la tribu infiel;
        mas la terrible venganza
        de su constante enemigo
        alerta estaba, y castigo
        le preparaba cruel.

        Súbito, al trote asomaron
        sobre la extendida loma
        dos jinetes, como asoma
        el astuto cazador;
        y al pie de ella divisaron
        la chusma quieta y dormida,
        y volviendo atrás la brida
        fueron a dar el clamor

        de alarma al campo cristiano.
        Pronto en brutos altaneros
        un escuadrón de lanceros
        trotando allí se acercó,
        con acero y lanza en mano;
        y en hileras dividido
        al indio, no apercibido,
        en doble muro encerró.

        Entonces, el grito "Cristiano, cristiano"
        resuena en el llano,
        "Cristiano" repite confuso clamor.
        La turba que duerme despierta turbada,
        clamando azorada,
        "Cristiano nos cerca, cristiano traidor".

        Niños y mujeres, llenos de conflicto,
        levantan el grito;
        sus almas conturba la tribulación;
        los unos pasmados, al peligro horrendo,
        los otros huyendo,
        corren, gritan, llevan miedo y confusión.

        Quién salta al caballo que encontró primero,
        quién toma el acero,
        quién corre su potro querido a buscar;
        mas ya la llanura cruzan desbandadas,
        yeguas y manadas,
        que el cauto enemigo las hizo espantar.

        En trance tan duro los carga el cristiano,
        blandiendo en su mano
        la terrible lanza, que no da cuartel.
        Los indios más bravos luchando resisten,
        cual fieras embisten:
        el brazo sacude la matanza cruel.

        El sol aparece; las armas agudas
        relucen desnudas,
        horrible la muerte se muestra doquier.
        En lomos del bruto, la fuerza y coraje,
        crece del salvaje,
        sin su apoyo, inerme, se deja vencer.

        Pie en tierra poniendo la fácil victoria,
        que no le da gloria,
        prosigue el cristiano lleno de rencor.
        Caen luego caciques, soberbios caudillos:
        los fieros cuchillos
        degüellan, degüellan, sin sentir horror.

        Los ayes, los gritos, clamor del que llora,
        gemir del que implora,
        puesto de rodillas, en vano piedad,
        todo se confunde: del plomo el silbido,
        del hierro el crujido,
        que ciego no acata ni sexo, ni edad.

        Horrible, horrible matanza
        hizo el cristiano aquel día;
        ni hembra, ni varón, ni cría
        de aquella tribu quedó.
        La inexorable venganza
        siguió el paso a la perfidia,
        y en no cara y breve lidia
        su cerviz al hierro dio.

        Viose la yerba teñida
        de sangre, hediondo y sembrado
        de cadáveres el prado
        donde resonó el festín.
        Y del sueño de la vida
        al de la muerte pasaron
        los que poco antes se holgaron,
        sin temer aciago fin.

        Las cautivas derramaban
        lágrimas de regocijo;
        una al esposo, otra al hijo
        debió allí la libertad;
        pero ellos tristes estaban,
        porque ni vivo ni muerto
        halló a Brian en el desierto,
        su valor y su lealtad.
      Arriba

      La cautiva. Parte quinta: El pajonal
        ...e lo spirito lasso
        conforta, e ciba di speranza buona;
        (Dante)

        "...y el ánimo cansado,
        de esperanza feliz nutre y conforta;"

        El pajonal

        Así, huyendo a la ventura,
        ambos a pie divagaron
        por la lóbrega llanura,
        y al salir la luz del día,
        a corto trecho se hallaron
        de un inmenso pajonal.
        Brian debilitado, herido,
        a la fatiga rendido
        la planta apenas movía;
        su angustia era sin igual.

        Pero un ángel, su querida,
        siempre a su lado velaba,
        y el espíritu y la vida,
        que su alma heroica anidaba,
        la infundía, al parecer,
        con miradas cariñosas,
        voces del alma profundas,
        que debieran ser eternas,
        y aquellas palabras tiernas,
        o armonías misteriosas
        que sólo manan fecundas
        del labio de la mujer.

        Temerosos del salvaje,
        acogiéronse al abrigo
        de aquel pajonal amigo,
        para de nuevo su viaje
        por la noche continuar;
        descansar allí un momento,
        y refrigerio y sustento
        a la flaqueza buscar.

        Era el adusto verano.
        Ardiente el sol como fragua,
        en cenagoso pantano
        convertido había el agua
        allí estancada, y los peces,
        los animales inmundos
        que aquel bañado habitaban
        muertos, al aire infectaban,
        o entre las impuras heces
        aparecían a veces
        boqueando moribundos,
        como del cielo implorando
        agua y aire: aquí se vía
        al voraz cuervo, tragando
        lo más asqueroso y vil;
        allí la blanca cigüeña,
        el pescuezo corvo alzando,
        en su largo pico enseña
        el tronco de algún reptil;
        más allá se ve el carancho,
        que jamás presa desdeña,
        con pico en forma de gancho
        de la expirante alimaña
        sajar la fétida entraña.

        Y en aquel páramo yerto,
        donde a buscar como a puerto
        refrigerio, van errantes
        Brian y María anhelantes,
        sólo divisan sus ojos,
        feos, inmundos despojos
        de la muerte. ¡Qué destino
        como el suyo miserable!
        Si en aquel instante vino
        la memoria perdurable
        de la pasada ventura
        a turbar su fantasía
        ¡cuán amarga les sería!
        ¡cuán triste, yerma y obscura!

        Pero con pecho animoso
        en el lodo pegajoso
        penetraron, ya cayendo,
        ya levantando o subiendo
        el pie flaco y dolorido;
        y sobre un flotante nido
        de yajá ¡columna bella,
        que entre la paja descuella,
        como edificio construido
        por mano hábil¿ se sentaron
        a descansar o morir.

        Súbito allí desmayaron
        los espíritus vitales
        de Brian a tanto sufrir;
        y en los brazos de María,
        que inmoble permanecía,
        cayó muerto al parecer.

        ¡Cómo palabras mortales
        pintar al vivo podrán
        el desaliento y angustias,
        o las imágenes mustias
        que el alma atravesarán
        de aquella infeliz mujer!
        Flor hermosa y delicada,
        perseguida y conculcada
        por cuantos males tiranos
        dio en herencia a los humanos
        inexorable poder.

        Pero a cada golpe injusto
        retoñece más robusto
        de su noble alma el valor;
        y otra vez, con paso fuerte,
        holla el fango, do la muerte
        disputa un resto de vida
        a indefensos animales;
        y rompiendo enfurecida
        los espesos matorrales,
        camina a un sordo rumor
        que oye próximo, y mirando
        el hondo cauce anchuroso
        de un arroyo que copioso
        entre la paja corría,
        se volvió atrás, exclamando
        arrobada de alegría:
        -¡Gracias te doy, Dios Supremo!
        Brian se salva, nada temo.

        Pronto llega al alto nido
        donde yace su querido,
        sobre sus hombros le carga,
        y con vigor desmedido
        lleva, lleva, a paso lento,
        al puerto de salvamento
        aquella preciosa carga.

        Allí en la orilla verdosa
        el inmoble cuerpo posa,
        y los labios, frente y cara
        en el agua fresca y clara
        le embebe; su aliento aspira,
        por ver si vivo respira,
        trémula su pecho toca;

        y otra vez sienes y boca
        le empapa. En sus ojos vivos
        y en su semblante animado,
        los matices fugitivos
        de la apasionada guerra
        que su corazón encierra,
        se muestran. Brian recobrado
        se mueve, incorpora, alienta;

        y débil mirada lenta
        clava en la hermosa María,
        diciéndola: -Amada mía,
        pensé no volver a verte,
        y que este sueño sería
        como el sueño de la muerte;
        pero tú, siempre velando,
        mi vivir sustentas, cuando
        yo en nada puedo valerte,
        sino doblar la amargura
        de tu extraña desventura.
        -Que vivas tan sólo quiero,
        porque si mueres, yo muero;

        Brian mío, alienta, triunfamos,
        en salvo y libres estamos.
        No te aflijas; bebe, bebe
        esta agua, cuyo frescor
        el extenuado vigor
        volverá a tu cuerpo en breve,
        y esperemos con valor
        de Dios el fin que imploramos.-

        Dijo así, y en la corriente
        recoge agua, y diligente,
        de sus miembros con esmero,
        se aplica a lavar primero
        las dolorosas heridas,
        las hondas llagas henchidas
        de negra sangre cuajada,
        y a sus inflamados pies
        el lodo impuro; y después
        con su mano delicada
        las venda. Brian silencioso
        sufre el dolor con firmeza;

        pero siente a la flaqueza
        rendido el pecho animoso.
        Ella entonces alimento
        corre a buscar; y un momento,
        sin duda el cielo piadoso,
        de aquellos finos amantes,
        infortunados y errantes,
        quiso aliviar el tormento.
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      La cautiva. Parte sexta: La espera
        ¡Qué largas son las horas del deseo!
        Moreto

        La espera

        Triste, obscura, encapotada
        llegó la noche esperada,
        la noche que ser debiera
        su grata y fiel compañera;
        y en el vasto pajonal
        permanecen inactivos
        los amantes fugitivos.
        Su astro, al parecer, declina,
        como la luz vespertina
        entre sombra funeral.

        Brian, por el dolor vencido
        al margen yace tendido
        del arroyo; probó en vano
        el paso firme y lozano
        de su querida seguir;
        sus plantas desfallecieron,
        y sus heridas vertieron
        sangre otra vez. Sintió entonces
        como una mano de bronce
        por sus miembros discurrir.

        María espera, a su lado,
        con corazón agitado,
        que amanecerá otra aurora
        más bella y consoladora;
        el amor la inspira fe
        en destino más propicio,
        y la oculta el precipicio
        cuya idea sólo pasma:
        el descarnado fantasma
        de la realidad no ve.

        Pasión vivaz la domina,
        ciega pasión la fascina;
        mostrando a su alma el trofeo
        de su impetuoso deseo
        la dice: tú triunfarás.
        Ella infunde a su flaqueza
        constancia allí y fortaleza;
        Ella su hambre, su fatiga,
        y sus angustias mitiga
        para devorarla más.

        Sin el amor que en sí entraña,
        ¿qué sería? Frágil caña,
        que el más leve impulso quiebra,
        ser delicado, fina hebra,
        sensible y flaca mujer.
        Con él es ente divino
        que pone a raya el destino,
        ángel poderoso y tierno
        a quien no haría el infierno
        vacilar y estremecer.

        De su querido no advierte
        el mortal abatimiento,
        ni cree se atreva la muerte
        a sofocar el aliento
        que hace vivir a los dos;
        porque de su llama intensa
        es la vida tan inmensa,
        que a la muerte vencería,
        y en sí eficacia tendría
        para animar como Dios.

        El amor es fe inspirada,
        es religión arraigada
        en lo íntimo de la vida.
        Fuente inagotable, henchida
        de esperanza, su anhelar
        no halla obstáculo invencible
        hasta conseguir victoria;
        si se estrella en lo imposible
        gozoso vuela a la gloria
        su heroica palma a buscar.

        María no desespera,
        porque su ahínco procura
        para lo que ama, ventura;
        y al infortunio supera
        su imperiosa voluntad.
        Mañana -el grito constante
        de su corazón amante
        la dice-, mañana el cielo
        hará cesar tu desvelo,
        la nueva luz esperad.

        La noche cubierta, en tanto,
        camina en densa tiniebla,
        y en el abismo de espanto,
        que aquellos páramos puebla,
        ambos perdidos se ven.
        Parda, rojiza, radiosa,
        una faja luminosa
        forma horizonte no lejos;
        sus amarillos reflejos
        en lo obscuro hacen vaivén.

        La llanura arder parece,
        y que con el viento crece,
        se encrespa, aviva y derrama
        el resplandor y la llama
        en el mar de lobreguez.
        Aquel fuego colorado,
        en tinieblas engolfado,
        cuyo esplendor vaga horrendo,
        era trasunto estupendo
        de la inferna terriblez.

        Brian, recostado en la yerba,
        como ajeno de sentido,
        nada ve: ella un ruido
        oye; pero sólo observa
        la negra desolación,
        o las sombrías visiones
        que engendran las turbaciones
        de su espíritu. ¡Cuán larga
        aquella noche y amarga
        sería a su corazón!

        Miró a su amante; espantoso,
        un bramido cavernoso
        la hizo temblar, resonando:
        era el tigre, que buscando
        pasto a su saña feroz
        en los densos matorrales,
        nuevos presagios fatales
        al infortunio traía.
        En silencio, echó María
        mano a su puñal, veloz..
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      La cautiva. Parte séptima: La quemazón
        Voyez... Déjà la flamme en torrent se déploie.
        Lamartine
        ("Mirad: ya en torrente se extiende la llama.")

        La quemazón

        El aire estaba inflamado,
        turbia la región suprema,
        envuelto el campo en vapor;
        rojo el sol, y coronado
        de parda obscura diadema,
        amarillo resplandor
        en la atmósfera esparcía;
        el bruto, el pájaro huía,
        y agua la tierra pedía
        sedienta y llena de ardor.

        Soplando a veces el viento
        limpiaba los horizontes,
        y de la tierra brotar
        de humo rojo y ceniciento
        se veían como montes;
        y en la llanura ondear,
        formando espiras doradas,
        como lenguas inflamadas,
        o melenas encrespadas
        de ardiente, agitado mar.

        Cruzándose nubes densas,
        por la esfera dilataban
        como cuando hay tempestad,
        sus negras alas inmensas;
        y más, y más aumentaban
        el pavor y obscuridad.
        El cielo entenebrecido,
        el aire, el humo encendido,
        eran, con el sordo ruido,
        signo de calamidad.

        El pueblo de lejos
        contempla asombrado
        los turbios reflejos;
        del día enlutado
        la ceñuda faz.
        El humilde llora,
        el piadoso implora;
        se turba y azora
        la malicia audaz.

        Quién cree ser indicio
        fatal, estupendo,
        del día del juicio,
        del día tremendo
        que anunciado está.
        Quién piensa que al mundo,
        sumido en lo inmundo,
        el cielo iracundo
        pone a prueba ya.

        Era la plaga que cría
        la devorante sequía
        para estrago y confusión:
        de la chispa de una hoguera,
        que llevó el viento ligera,
        nació grande, cundió fiera
        la terrible quemazón.

        Ardiendo, sus ojos
        relucen, chispean;
        en rubios manojos
        sus crines ondean,
        flameando también:
        la tierra gimiendo,
        los brutos rugiendo,
        los hombres huyendo,
        confusos la ven.

        Sutil se difunde,
        camina, se mueve,
        penetra, se infunde;
        cuanto toca, en breve
        reduce a tizón.
        Ella era; y pastales,
        densos pajonales,
        cardos y animales,
        ceniza, humo son.

        Raudal vomitando
        venía de llama,
        que hirviendo, silbando,
        se enrosca y derrama
        con velocidad.
        Sentada María
        con su Brian la vía:
        -¡Dios mío! -decía-,
        de nos ten piedad.-

        Piedad María imploraba,
        y piedad necesitaba
        de potencia celestial.
        Brian caminar no podía,
        y la quemazón cundía
        por el vasto pajonal.

        Allí pábulo encontrando,
        como culebra serpeando,
        velozmente caminó;
        y agitando, desbocada,
        su crin de fuego erizada,
        gigante cuerpo tomó.

        Lodo, paja, restos viles
        de animales y reptiles
        quema el fuego vencedor,
        que el viento iracundo atiza;
        vuelan el humo y ceniza,
        y el inflamado vapor,

        al lugar donde, pasmados,
        los cautivos desdichados,
        con despavoridos ojos,
        están, su hervidero oyendo,
        y las llamaradas viendo
        subir en penachos rojos.

        No hay cómo huir, no hay efugio,
        esperanza ni refugio;
        ¿dónde auxilio encontrarán?
        Postrado Brian yace inmoble
        como el orgulloso roble
        que derribó el huracán.

        Para ellos no existe el mundo.
        Detrás, arroyo profundo
        ancho se extiende, y delante,
        formidable y horroroso,
        alza la cresta furioso
        mar de fuego devorante.

        -Huye presto -Brian decía
        con voz débil a María-,
        déjame solo morir;
        este lugar es un horno:
        huye, ¿no miras en torno
        vapor cárdeno subir?-

        Ella calla, o le responde:
        -Dios, largo tiempo, no esconde
        su divina protección.
        ¿Crees tú nos haya olvidado?
        Salvar tu vida ha jurado
        o morir mi corazón.-

        Pero del cielo era juicio
        que en tan horrendo suplicio
        no debían perecer;
        y que otra vez de la muerte
        inexorable, amor fuerte
        triunfase, amor de mujer.

        Súbito ella se incorpora;
        de la pasión que atesora
        el espíritu inmortal
        brota, en su faz la belleza
        estampando y fortaleza
        de criatura celestial,

        no sujeta a ley humana;
        y como cosa liviana
        carga el cuerpo amortecido
        de su amante, y con él junto,
        sin cejar, se arroja al punto
        en el arroyo extendido.

        Cruje el agua, y suavemente
        surca la mansa corriente
        con el tesoro de amor;
        semejante a Ondina bella,
        su cuerpo airoso descuella,
        y hace, nadando, rumor.

        Los cabellos atezados,
        sobre sus hombros nevados,
        sueltos, reluciendo van;
        boga con un brazo lenta,
        y con el otro sustenta,
        a flor, el cuerpo de Brian.

        Aran la corriente unidos
        como dos cisnes queridos,
        que huyen de águila crüel,
        cuya garra, siempre lista,
        desde la nube se alista
        a separar su amor fiel.

        La suerte injusta se afana
        en perseguirlos. Ufana
        en la orilla opuesta el pie
        pone María triunfante,
        y otra vez libre a su amante
        de horrenda agonía ve.

        ¡Oh del amor maravilla!
        En sus bellos ojos brota
        del corazón, gota a gota,
        el tesoro sin mancilla,
        celeste, inefable unción;
        sale en lágrimas deshecho
        su heroico amor satisfecho.
        Y su formidable cresta
        sacude, enrosca y enhiesta
        la terrible quemazón.

        Calmó después el violento
        soplar del airado viento:
        el fuego a paso más lento
        surcó por el pajonal,
        sin topar ningún escollo;
        y a la orilla de un arroyo
        a morir al cabo vino,
        dejando, en su ancho camino,
        negra y profunda señal.
      Arriba

      La cautiva. Parte octava: Brian
        Les guerriers et les coursiers eux mêmes
        sont là pour attester les victoires de mon bras.
        Je dois ma renomée à mon glaive...
        (Antar)

        "Los guerreros y aun los bridones de la batalla
        existen para atestiguar las victorias de mi brazo.
        Debo mi renombre a mi espada."

        Brian

        Pasó aquél, llegó otro día
        triste, ardiente, y todavía
        desamparados como antes,
        a los míseros amantes
        encontró en el pajonal.
        Brian, sobre pajizo lecho
        inmoble está, y en su pecho
        arde fuego inextinguible;
        brota en su rostro, visible
        abatimiento mortal.

        Abrumados y rendidos
        sus ojos, como adormidos,
        la luz esquivan, o absortos,
        en los pálidos abortos
        de la conciencia ¡legión
        que atribula al moribundo!
        verán formas de otro mundo,
        imágenes fugitivas,
        o las claridades vivas
        de fantástica región.

        Triste a su lado María
        revuelve en la fantasía
        mil contrarios pensamientos,
        y horribles presentimientos
        la vienen allí a asaltar;
        espectros que engendra el alma,
        cuando el ciego desvarío
        de las pasiones se calma,
        y perdida en el vacío
        se recoge a meditar.

        Allí, frágil navecilla
        en mar sin fondo ni orilla,
        do nunca ríe bonanza,
        se encuentra sin esperanza
        de poder al fin surgir.
        Allí ve su afán perdido
        por salvar a su querido;
        y cuán lejano y nubloso
        el horizonte radioso
        está de su porvenir,

        cuán largo, incierto camino
        la desdicha le previno,
        cuán triste peregrinaje;
        allí ve de aquel paraje
        la yerta inmovilidad.
        Allí ya del desaliento
        sufre el pausado tormento,
        y abrumada de tristeza,
        al cabo a sentir empieza
        su abandono y soledad.

        Echa la vista delante,
        y al aspecto de su amante
        desfallece su heroísmo;
        la vuelve, y hórrido abismo
        mira atónita detrás.
        Allí apura la agonía
        del que vio cuando dormía
        paraíso de dicha eterno,
        y al despertar, un infierno
        que no imaginó jamás.

        En el empíreo nublado
        flamea el sol colorado,
        y en la llanura domina
        la vaporosa calina,
        el bochorno abrasador.
        Brian sigue inmoble; y María,
        en formar se entretenía
        de junco un denso tejido,
        que guardase a su querido
        de la intemperie y calor.

        Cuando oyó, como el aliento
        que al levantarse o moverse
        hace animal corpulento,
        crujir la paja y romperse
        de un cercano matorral.
        Miró, ¡oh terror!, y acercarse
        vio con movimiento tardo,
        y hacia ella encaminarse,
        lamiéndose, un tigre pardo
        tinto en sangre; atroz señal.

        Cobrando ánimo al instante
        se alzó María arrogante,
        en mano el puñal desnudo,
        vivo el mirar, y un escudo
        formó de su cuerpo a Brian.
        Llegó la fiera inclemente;
        clavó en ella vista ardiente,
        y a compasión ya movida,
        o fascinada y herida
        por sus ojos y ademán,

        recta prosiguió el camino,
        y al arroyo cristalino
        se echó a nadar. ¡Oh amor tierno!
        de lo más frágil y eterno
        se compaginó tu ser.
        Siendo sólo afecto humano,
        chispa fugaz, tu grandeza,
        por impenetrable arcano,
        es celestial. ¡Oh belleza!
        no se anida tu poder,

        en tus lágrimas ni enojos;
        sí, en los sinceros arrojos
        de tu corazón amante.
        María en aquel instante
        se sobrepuso al terror,
        pero cayó sin sentido
        a conmoción tan violenta.
        Bella como ángel dormido
        la infeliz estaba, exenta
        de tanto afán y dolor.

        Entonces, ¡ah!, parecía
        que marchitado no había
        la aridez de la congoja,
        que a lo más bello despoja,
        su frescura juvenil.

        ¡Venturosa si más largo
        hubiera sido su sueño!
        Brian despierta del letargo:
        brilla matiz más risueño
        en su rostro varonil.

        Se sienta; extático mira,
        como el que en vela delira;
        lleva la mano a su frente
        sudorífera y ardiente,
        ¿qué cosas su alma verá?
        La luz, noche le parece,
        tierra y cielo se obscurece,
        y rueda en un torbellino
        de nubes. -Este camino
        lleno de espinas está:

        Y la llanura, María,
        ¿no ves cuán triste y sombría?
        ¿Dónde vamos? A la muerte.
        Triunfó la enemiga suerte
        -dice delirando Brian-.
        ¡Cuán caro mi amor te cuesta!
        Y mi confianza funesta,
        ¡cuánta fatiga y ultrajes!
        Pero pronto los salvajes
        su deslealtad pagarán.

        Cobra María el sentido
        al oír de su querido
        la voz, y en gozo nadando
        se incorpora, en él clavando
        su cariñosa mirada.
        -Pensé dormías -la dice-,
        y despertarte no quise;
        fuera mejor que durmieras
        y del bárbaro no oyeras
        la estrepitosa llegada.

        -¿Sabes? Sus manos lavaron,
        con infernal regocijo,
        en la sangre de mi hijo;
        mis valientes degollaron.
        Como el huracán pasó,
        desolación vomitando,
        su vigilante perfidia.
        Obra es del inicuo bando,
        ¡qué dirá la torpe envidia!
        Ya mi gloria se eclipsó.

        De paz con ellos estaba,
        y en la villa descansaba.
        Oye; no te fíes, vela;
        lanza, caballo y espuela
        siempre lista has de tener.
        Mira dónde me han traído.
        Atado estoy y ceñido;
        no me es dado levantarme,
        ni valerte, ni vengarme,
        ni batallar, ni vencer.

        Venga, venga mi caballo,
        mi caballo por la vida;
        venga mi lanza fornida,
        que yo basto a ese tropel.
        Rodeado de picas me hallo.
        Paso, canalla traidora,
        que mi lanza vengadora
        castigo os dará cruel.

        ¿No miráis la polvareda
        que del llano se levanta?
        ¿No sentís lejos la planta
        de los brutos retumbar?
        La tribu es, huyendo leda,
        como carnicero lobo,
        con los despojos del robo,
        no de intrépido lidiar.

        Mirad ardiendo la villa,
        y degollados, dormidos,
        nuestros hermanos queridos
        por la mano del infiel.
        ¡Oh mengua! ¡Oh rabia! ¡Oh mancilla!
        Venga mi lanza ligero,
        mi caballo parejero,
        daré alcance a ese tropel.

        Se alzó Brian enajenado,
        y su bigote erizado
        se mueve; chispean, rojos
        como centellas, sus ojos,
        que hace el entusiasmo arder;
        el rostro y talante fiero,
        do resalta con viveza
        el valor y la nobleza,
        la majestad del guerrero
        acostumbrado a vencer.

        Pero al punto desfallece.
        Ella, atónita, enmudece,
        ni halla voz su sentimiento;
        en tan solemne momento
        flaquea su corazón.
        El sol pálido declina:
        en la cercana colina
        triscan las gamas y ciervos,
        y de caranchos y cuervos
        grazna la impura legión,

        de cadáveres avara,
        cual si muerte presagiara.
        Así la caterva estulta,
        vil al heroísmo insulta,
        que triunfante veneró.
        María tiembla. Él, alzando
        la vista al cielo y tomando
        con sus manos casi heladas
        las de su amiga, adoradas,
        a su pecho las llevó.

        Y con voz débil la dice:
        -Oye, de Dios es arcano,
        que más tarde o más temprano
        todos debemos morir.
        Insensato el que maldice
        la ley que a todos iguala;
        hoy el término señala
        a mi robusto vivir.

        Resígnate; bien venida
        siempre, mi amor, fue la muerte,
        para el bravo, para el fuerte,
        que a la patria y al honor
        joven consagró su vida;
        ¿qué es ella?, una chispa, nada,
        con ese sol comparada,
        raudal vivo de esplendor.

        La mía brilló un momento,
        pero a la patria sirviera;
        también mi sangre corriera
        por su gloria y libertad.
        Lo que me da sentimiento
        es que de ti me separo,
        dejándote sin amparo
        aquí en esta soledad.

        Otro premio merecía
        tu amor y espíritu brioso,
        y galardón más precioso
        te destinaba mi fe.
        Pero ¡ay Dios! la suerte mía
        de otro modo se eslabona;
        hoy me arranca la corona
        que insensato ambicioné.

        ¡Si al menos la azul bandera
        sombra a mi cabeza diese!
        ¡O antes por la patria fuese
        aclamado vencedor!
        ¡Oh destino! Quién pudiera
        morir en la lid, oyendo
        el alarido y estruendo,
        la trompeta y el tambor.

        Tal gloria no he conseguido.
        Mis enemigos triunfaron;
        pero mi orgullo no ajaron
        los favores del poder.
        ¡Qué importa! Mi brazo ha sido
        terror del salvaje fiero:
        los Andes vieron mi acero
        con honor resplandecer.

        ¡Oh estrépito de las armas!
        ¡Oh embriaguez de la victoria!
        ¡Oh campos, soñada gloria!
        ¡Oh lances del combatir!
        Inesperadas alarmas,
        patria, honor, objetos caros,
        ya no volveré a gozaros;
        joven yo debo morir.

        Hoy es el aniversario
        de mi primera batalla,
        y en torno a mí todo calla...
        Guarda en tu pecho mi amor,
        nadie llegue a su santuario...
        Aves de presa parecen,
        ya mis ojos se oscurecen;
        pero allí baja un cóndor;

        y huye el enjambre insolente,
        adiós, en vano te aflijo...
        Vive, vive para tu hijo,
        Dios te impone ese deber.
        Sigue, sigue al occidente
        tu trabajosa jornada;
        adiós, en otra morada
        nos volveremos a ver.

        Calló Brian, y en su querida
        clavó mirada tan bella,
        tan profunda y dolorida,
        que toda el alma por ella
        al parecer exhaló.
        El crepúsculo esparcía
        en el desierto luz mustia.
        Del corazón de María,
        el desaliento y angustia,
        sólo el cielo penetró.
      Arriba

      La cautiva. Parte novena: María
        Fallece esperanza y crece tormento
        (Anónimo)

        Morte bella parea nel suo bel viso
        (Petrarca)

        "La muerte parecía bella en su rostro bello."

        María

        ¿Qué hará María? En la tierra
        ya no se arraiga su vida.
        ¿Dónde irá? Su pecho encierra
        tan honda y vivaz herida,
        tanta congoja y pasión,
        que para ella es infecundo
        todo consuelo del mundo,
        burla horrible su contento,
        su compasión un tormento,
        su sonrisa una irrisión.

        ¿Qué le importan sus placeres,
        su bullicio y vana gloria,
        si ella, entre todos los seres,
        como desechada escoria,
        lejos, olvidada está?
        ¿En qué corazón humano,
        en qué límite del orbe,
        el tesoro soberano,
        que sus potencias absorbe,
        ya perdido encontrará?

        Nace del sol la luz pura,
        y una fresca sepultura
        encuentra; lecho postrero,
        que al cadáver del guerrero
        preparó el más fino amor.
        Sobre ella hincada, María,
        muda como estatua fría,
        inclinada la cabeza,
        semejaba a la tristeza
        embebida en su dolor.

        Sus cabellos renegridos
        caen por los hombros tendidos,
        y sombrean de su frente,
        su cuello y rostro inocente,
        la nevada palidez.
        No suspira allí, ni llora;
        pero como ángel que implora,
        para miserias del suelo
        una mirada del cielo,
        hace esta sencilla prez:

        -Ya en la tierra no existe
        el poderoso brazo
        donde hallaba regazo
        mi enamorada sien:
        Tú ¡oh Dios! no permitiste
        que mi amor lo salvase,
        quisiste que volase
        donde florece el bien.

        Abre Señor a su alma
        tu seno regalado,
        del bienaventurado,
        reciba el galardón;
        encuentre allí la calma,
        encuentre allí la dicha,
        que busca en su desdicha,
        mi viudo corazón.

        Dice. Un punto su sentido
        queda como sumergido.
        Echa la postrer mirada
        sobre la tumba callada
        donde toda su alma está;
        mirada llena de vida,
        pero lánguida, abatida,
        como la última vislumbre
        de la agonizante lumbre,
        falta de alimento ya.

        Y alza luego la rodilla;
        y tomando por la orilla
        del arroyo hacia el ocaso,
        con indiferente paso
        se encamina al parecer.
        Pronto sale de aquel monte
        de paja, y mira adelante
        ilimitado horizonte,
        llanura y cielo brillante,
        desierto y campo doquier.

        ¡Oh noche! ¡Oh fúlgida estrella!
        Luna solitaria y bella
        sed benignas; el indicio
        de vuestro influjo propicio
        siquiera una vez mostrad.
        Bochornos, cálidos vientos,
        inconstantes elementos,
        preñados de temporales,
        apiadaos; fieras fatales
        su desdicha respetad.

        Y Tú ¡oh Dios! en cuyas manos
        de los míseros humanos
        está el oculto destino,
        siquiera un rayo divino
        haz a su esperanza ver.
        Vacilar, de alma sencilla,
        que resignada se humilla,
        no hagas la fe acrisolada;
        susténtala en su jornada,
        no la dejes perecer.

        Adiós pajonal funesto,
        adiós pajonal amigo.
        Se va ella sola ¡cuán presto
        de su júbilo, testigo,
        y su luto fuiste vos!
        El sol y la llama impía
        marchitaron tu ufanía;
        pero hoy tumba de un soldado
        eres, y asilo sagrado:
        pajonal glorioso, adiós.

        Gózate; ya no se anidan
        en ti las aves parleras,
        ni tu agua y sombra convidan
        sólo a los brutos y fieras:
        soberbio debes estar.
        El valor y la hermosura,
        ligados por la ternura,
        en ti hallaron refrigerio;
        de su infortunio el misterio
        tú sólo puedes contar.

        Gózate; votos, ni ardores
        de felices amadores
        tu esquividad no turbaron,
        sino voces que confiaron

        a tu silencio su mal.
        En la noche tenebrosa,
        con los ásperos graznidos
        de la legión ominosa,
        oirás ayes y gemidos:
        adiós triste pajonal.

        De ti María se aleja,
        y en tus soledades deja
        toda su alma; agradecido,
        el depósito querido
        guarda y conserva; quizá
        mano generosa y pía
        venga a pedírtelo un día;
        quizá la viva palabra
        un monumento le labra
        que el tiempo respetará.

        Día y noche ella camina;
        y la estrella matutina,
        caminando solitaria,
        sin articular plegaria,
        sin descansar ni dormir,
        la ve. En su planta desnuda
        brota la sangre y chorrea;
        pero toda ella, sin duda,
        va absorta en la única idea
        que alimenta su vivir.

        En ella encuentra sustento.
        Su garganta es viva fragua,
        un volcán su pensamiento,
        pero mar de hielo y agua
        refrigerio inútil es
        para el incendio que abriga,
        insensible a la fatiga,
        a cuanto ve indiferente,
        como mísera demente
        mueve sus heridos pies,

        por el Desierto. Adormida
        está su orgánica vida;
        pero la vida de su alma
        fomenta en sí aquella calma
        que sigue a la tempestad,
        cuando el ánimo cansado
        del afán violento y duro,
        al parecer resignado,
        se abisma en el fondo obscuro
        de su propia soledad.

        Tremebundo precipicio,
        fiebre lenta y devorante,
        último efugio, suplicio
        del infierno, semejante
        a la postrer convulsión
        de la víctima en tormento:
        trance que si dura un día
        anonada el pensamiento,
        encanece, o deja fría
        la sangre en el corazón.

        Dos soles pasan. ¿Dónde
        tu poder ¡oh Dios! se esconde?
        ¿Está, por ventura, exhausto?
        ¿Más dolor en holocausto
        pide a una flaca mujer?
        No; de la quieta llanura
        ya se remonta a la altura
        gritando el yajá. Camina,
        oye la voz peregrina
        que te viene a socorrer.

        ¡Oh ave de la Pampa hermosa,
        cómo te meces ufana!
        Reina, sí, reina orgullosa
        eres, pero no tirana
        como el águila fatal;
        tuyo es también el espacio
        el transparente palacio:
        si ella en las rocas se anida,
        tú en la esquivez escondida
        de algún vasto pajonal.

        De la víctima el gemido,
        el huracán y el tronido
        ella busca, y deleite halla
        en los campos de batalla;
        pero tú la tempestad,
        día y noche vigilante,
        anuncias al gaucho errante;
        tu grito es de buen presagio
        al que asechanza o naufragio
        teme de la adversidad.

        Oye sonar en la esfera
        la voz del ave agorera,
        oye María infelice;
        alerta, alerta, te dice;
        aquí está tu salvación.
        ¿No la ves cómo en el aire
        balancea con donaire
        su cuerpo albo-ceniciento?
        ¿No escuchas su ronco acento?
        Corre a calmar tu aflicción.

        Pero nada ella divisa,
        ni el feliz reclamo escucha;
        y caminando va a prisa:
        el demonio con que lucha
        la turba, impele y amaga.
        Turbios, confusos y rojos
        se presentan a sus ojos
        cielo, espacio, sol, verdura,
        quieta, insondable llanura
        donde sin brújula vaga.

        Mas ¡ah! que en vivos corceles
        un grupo de hombres armados
        se acerca. ¿Serán infieles,
        enemigos? No, soldados
        son del desdichado Brian.
        Llegan, su vista se pasma;
        ya no es la mujer hermosa,
        sino pálido fantasma;
        mas reconocen la esposa
        de su fuerte capitán.

        Creíanla cautiva o muerta;
        grande fue su regocijo.
        Ella los mira, y despierta:
        -¿No sabéis qué es de mi hijo?-
        con toda el alma exclamó.
        Tristes mirando a María
        todos el labio sellaron,
        mas luego una voz impía:
        -Los indios lo degollaron-
        roncamente articuló.

        Y al oír tan crudo acento,
        como quiebra el seco tallo
        el menor soplo del viento
        o como herida del rayo,
        cayó la infeliz allí;
        viéronla caer, turbados,
        los animosos soldados;
        una lágrima la dieron,
        y funerales la hicieron
        dignos de contarse aquí.

        Aquella trama formada
        de la hebra más delicada,
        cuyo espíritu robusto
        lo más acerbo e injusto
        de la adversidad probó,
        un soplo débil deshizo:
        Dios para amar, sin duda, hizo
        un corazón tan sensible;
        palpitar le fue imposible
        cuando a quien amar no halló.

        Murió María. ¡Oh voz fiera!
        ¡Cuál entraña te abortara!
        Mover al tigre pudiera
        su vista sola; y no hallara
        en ti alguna compasión,
        tanta miseria y conflito,
        ni aquel su materno grito;
        y como flecha saliste,
        y en lo más profundo heriste
        su anhelante corazón.

        Embates y oscilaciones
        de un mar de tribulaciones
        ella arrostró; y la agonía
        saboreó su fantasía;
        y el punzante frenesí
        de la esperanza insaciable
        que en pos de un deseo vuela,
        no alcanza el blanco inefable;
        se irrita en vano y desvela,
        vuelve a devorarse a sí.

        Una a una, todas bellas,
        sus ilusiones volaron,
        y sus deseos con ellas;
        sola y triste la dejaron
        sufrir hasta enloquecer.
        Quedaba a su desventura
        un amor, una esperanza,
        un astro en la noche obscura,
        un destello de bonanza,
        un corazón que querer,
        una voz cuya armonía
        adormecerla podría;
        a su llorar un testigo,
        a su miseria un abrigo,
        a sus ojos qué mirar.

        Quedaba a su amor desnudo
        un hijo, un vástago tierno;
        encontrarlo aquí no pudo,
        y su alma al regazo eterno
        lo fue volando a buscar.
        Murió; por siempre cerrados
        están sus ojos cansados
        de errar por llanura y cielo,
        de sufrir tanto desvelo,
        de afanar sin conseguir.

        El atractivo está yerto
        de su mirar; ya el desierto,
        su último asilo, los rastros
        de tan hechiceros astros
        no verá otra vez lucir.

        Pero de ella aun hay vestigio.
        ¿No veis el raro prodigio?
        Sobre su cándida frente
        aparece nuevamente
        un prestigio encantador.
        Su boca y tersa mejilla
        rosada, entre nieve brilla,
        y revive en su semblante
        la frescura rozagante
        que marchitara el dolor.

        La muerte bella la quiso,
        y estampó en su rostro hermoso
        aquel inefable hechizo,
        inalterable reposo,
        y sonrisa angelical,
        que destellan las facciones
        de una virgen en su lecho
        cuando las tristes pasiones
        no han ajado de su pecho
        la pura flor virginal.

        Entonces el que la viera,
        dormida ¡oh Dios! la creyera;
        deleitándose en el sueño
        con memorias de su dueño,
        llenas de felicidad,
        soñando en la alba lucida
        del banquete de la vida
        que sonríe a su amor puro;
        más ¡ay! que en el seno obscuro
        duerme de la eternidad.
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      La cautiva. Epílogo
        Douce lumière, es-tu leur âme?
        (Lamartine)

        ("¿Eres, plácida luz, el alma de ellos?")

        ¡Oh María! Tu heroísmo,
        tu varonil fortaleza,
        tu juventud y belleza
        merecieran fin mejor.
        Ciegos de amor, el abismo
        fatal tus ojos no vieron,
        y sin vacilar se hundieron
        en él ardiendo en amor.

        De la más cruda agonía
        salvar quisiste a tu amante,
        y lo viste delirante
        en el desierto morir.
        ¡Cuál tu congoja sería!
        ¡Cuál tu dolor y amargura!
        Y no hubo humana criatura
        que te ayudase a sentir.

        Se malogró tu esperanza;
        y cuando sola te viste
        también mísera caíste
        como árbol cuya raíz
        en la tierra ya no afianza
        su pompa y florido ornato.
        Nada supo el mundo ingrato
        de tu constancia infeliz.

        Naciste humilde, y oculta,
        como diamante en la mina,
        la belleza peregrina
        de tu noble alma quedó.
        El Desierto la sepulta,
        tumba sublime y grandiosa,
        do el héroe también reposa
        que la gozó y admiró.

        El destino de tu vida
        fue amar, amor tu delirio,
        amor causó tu martirio,
        te dio sobrehumano ser;
        y amor, en edad florida,
        sofocó la pasión tierna
        que, omnipotencia de eterna,
        trajo consigo al nacer.

        Pero, no triunfa el olvido,
        de amor, ¡oh bella María!
        que la virgen poesía
        corona te forma ya
        de ciprés entretejido
        con flores que nunca mueren;
        y que admiren y veneren
        tu nombre y su nombre hará.

        Hoy, en la vasta llanura,
        inhospitable morada,
        que no siempre sosegada
        mira el astro de la luz;
        descollando en una altura,
        entre agreste flor y yerba,
        hoy el caminante observa
        una solitaria cruz.

        Fórmale grata techumbre
        la copa extensa y tupida
        de un ombú donde se anida
        la altiva águila real;
        y la varia muchedumbre
        de aves que cría el desierto,
        se pone en ella a cubierto
        del frío y sol estival.

        Nadie sabe cuya mano
        plantó aquel árbol benigno,
        ni quién a su sombra, el signo
        puso de la redención.
        Cuando el cautivo cristiano
        se acerca a aquellos lugares,
        recordando sus hogares,
        se postra a hacer oración.

        Fama es que la tribu errante,
        si hasta allí llega embebida
        en la caza apetecida
        de la gama y avestruz,
        al ver del ombú gigante
        la verdosa cabellera,
        suelta al potro la carrera
        gritando: -allí está la cruz.

        Y revuelve atrás la vista
        como quien huye aterrado,
        creyendo, se alza el airado,
        terrible espectro de Brian.
        Pálido, el indio exorcista
        el fatídico árbol nombra;
        ni a hollar se atreven su sombra
        los que de camino van.

        También el vulgo asombrado
        cuenta que en la noche obscura
        suelen en aquella altura
        dos luces aparecer;
        que salen, y habiendo errado
        por el desierto tranquilo,
        juntas a su triste asilo
        vuelven al amanecer.

        Quizá mudos habitantes
        serán del páramo aéreo,
        quizá espíritus, ¡misterio!,
        visiones del alma son.
        Quizá los sueños brillantes
        de la inquieta fantasía,
        forman coro en la armonía
        de la invisible creación.
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      La Diamela
        Dióme un día una bella porteña,
        que en mi senda pusiera el destino,
        una flor cuyo aroma divino
        llena el alma de dulce embriaguez;
        me la dio con sonrisa halagüeña,
        matizada de puros sonrojos,
        y bajando hechicera los ojos,
        incapaces de engaño y doblez.

        En silencio y absorto toméla
        como don misterioso del cielo,
        que algún ángel de amor y consuelo
        me viniese, durmiendo, a ofrecer;
        en mi seno inflamado guardéla,
        con el suyo mezclando mi aliento,
        y un hechizo amoroso al momento
        yo sentí por mis venas correr.

        Desde entonces, do quiera que miro
        allí está la diamela olorosa,
        y a su lado una imagen hermosa
        cuya frente respira candor;
        desde entonces por ella suspiro,
        rindo el pecho inconstante a su halago,
        con su aroma inefable me embriago,
        a ella sola consagro mi amor.
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      La lágrima
        Enjuga, enjuga esa preciosa perla
        que para herir cristalizó el amor:
        ella deslumbra el corazón que al verla
        hierve de nuevo en criminal ardor.

        No venga, no, de tus hermosos ojos
        astros de vida el brillo a oscurecer;
        no venga infausta a presagiar enojos,
        ni amortiguar tu bello rosicler.

        Chispa divina del sagrado fuego
        que infundió a tu alma celestial piedad
        ella es, y deja al desdichado ciego
        que vaga envuelto en triste oscuridad.

        ¿Por qué llorar? De las pasiones fieras
        tú no has sentido el devorante ardor;
        siempre te halagan auras lisonjeras,
        nunca te asalta el frígido escozor.

        ¿Por qué llorar? Un misterioso velo
        te encubre aún arcanos del vivir;
        tu alma es más pura que la luz del cielo,
        todo a tu anhelo miras sonreír.

        ¿Por qué llorar? Impresa en la memoria
        no llevas, no, la sombra del pesar;
        gozas de un ángel la inefable gloria,
        tu sueño guarda un ángel tutelar.

        Mas ¡ay! que veo tu pupila ardiente
        toda anegada en lloro virginal;
        mas ¡ay! que asoma en tu lozana frente
        del infortunio el precursor fatal.

        Dale a mi mano el enjugar tus ojos;
        mas ¡ah! que vierten fuego abrasador:
        y yo insensato, para más enojos,
        ni llorar puedo ni sentir amor.
      Arriba

      Serenata
        Al bien que idolatro busco
        desvelado noche y día,
        y la esperanza me lleva
        tras su imagen fugitiva,
        prometiéndome engañosa
        felicidades y dichas:
        Ángel tutelar que guardas
        su feliz sueño, decidla
        las amorosas endechas
        lo que mi guitarra suspira.

        Sobre el universo en calma
        reina la noche sombría,
        y las estrellas flamantes
        en el firmamento brillan:
        todo reposa en la tierra
        sólo vela el alma mía.
        Ángel tutelar que guardas
        su feliz sueño, decidla,
        las amorosas endechas
        que mi guitarra suspira.

        Como el ciervo enamorado
        busca la cierva querida,
        que de sus halagos huye
        desapiadada y esquiva;
        así yo corro afanoso
        en pos del bien de mi vida.
        Ángel tutelar que guardas
        su feliz sueño, decidla,
        las amorosas endechas.

        El contento me robaste
        con tu encantadora vista,
        y sin quererlo te hiciste
        de un inocente homicida:
        vuélvele la paz al menos
        con tu halagüeña sonrisa.
        Ángel tutelar que guardas
        su feliz sueño, decidla,
        las amorosas endechas
        que mi guitarra suspira.
      Arriba