Ignacio Manuel Altamirano

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    Información biográfica

  1. Al Xuchitengo
  2. En la muerte de Carmen
  3. Flor del alba
  4. La caída de la tarde
  5. La plegaria de los niños
  6. La salida del sol
  7. Las abejas
  8. Las amapolas
  9. Los naranjos
  10. María
  11. Recuerdos


Información biográfica
    Nombre: Ignacio Manuel Altamirano Basilio
    Lugar y fecha nacimiento: Tixtla de Guerrero, Guerrero, México, 13 de noviembre de 1834
    Lugar y fecha defunción: San Remo, Italia, 13 de febrero de 1893 (58 años)
    Ocupación: Abogado, político, periodista, maestro, escritor, poeta

    Fuente: [Ignacio Manuel Altamirano] en Wikipedia.org
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    Al Xuchitengo
      ¡Oh, Dios! ¿quién me diera volver a esos días
      De goces tranquilos y sueños de amor,
      Y allí en tus riberas azules y umbrías,
      Dormir escuchando tu dulce rumor?

      ¡Qué pronto pasaron mis horas risueñas,
      Mis blancas visiones, mis noches de paz!
      ¡Qué pronto pasaron, hiriendo halagüeñas
      Mi pecho, a su paso, con dicha fugaz!

      Tristísima invoca venturas pasadas
      El alma doliente que gime sin fe;
      Tristísimas buscan mis yertas miradas
      Allí entre tus bosques al ángel que amé

      Tú fuiste de amores felices, testigo;
      Mi Carmen, tus playas ardientes pisó:
      Su voz escuchaste, tú fuiste su amigo,
      Tu linfa su imagen divina espejó,

      Porque ella buscaba tu lecho de flores
      Que anima el aliento de un Mayo eternal,
      Y el búcaro tibio de blandos olores
      Que suave acaricia tu limpio cristal.

      ¡Qué tardes hermosas allí en tus riberas;
      Qué dulce es el rayo del sol junto a ti!
      ¡Qué sombras ofrecen tus verdes mangueras,
      Qué alfombras de césped se extienden allí!

      La flor del naranjo la brisa embalsama,
      Los nardos perfuman el bosque también;
      El mirto silvestre su aroma derrama,
      Y el plátano esbelto refresca la sien.

      ¡Oh río! mi historia de dicha tú vistes,
      Allí en tus riberas borrada estará...
      Vinieron mis tiempos nublados y tristes,
      Aquella divina mujer... ¡murió ya!

      Tan sólo me queda la dulce memoria
      De aquel desdichado, tiernísimo amor,
      Cual vago reflejo de pálida gloria,
      Cual de astro que pasa fugaz esplendor.

      ¿Te acuerdas? yo iba las flores cogiendo
      Más frescas y puras, en pos de mi bien,
      Y ella guirnaldas hermosas tejiendo,
      Que luego adornaban su cándida sien.

      ¡Oh! sí, ¡cuántas veces con rojas verbenas
      Los negros cabellos joyantes trenzó,
      Y al ver en tus linfas azules, serenas,
      Su imagen tan bella, contenta sonrió!

      Aún nacen las rosas aquí en tus riberas,
      Aún cantan las aves sus himnos quizás,
      Aún todo contento respira... y ¿mi amada?
      No puedes volvérmela, no, murió ya!

      Sin ella, ¿qué vales, qué ofreces?, ¡oh río!
      ¿Qué vale ni el mundo, ya muerto el amor?
      No busco ya solo, tu encanto sombrío,
      ¡Oh! déjame, lejos, llevar mi dolor.

      ¡Oh Dios! ¿quién me diera volver a esos días
      De goces tranquilos y sueños de amor,
      Y allí en tus riberas azules y umbrías,
      Dormir escuchando tu dulce rumor?
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    En la muerte de Carmen
      ¡Tanto esperar!... ¡tanto sufrir, y en vano!
      ¡Morir las ilusiones tan temprano!
      ¡Tanta oración perdida y tanto afán!
      Así después de bárbaras fatigas,
      Ve el labrador quebrarse sus espigas
      Al soplo destructor del huracán!

      ¿Conque es verdad, Señor? ¿Después de tanto
      Suspirar por un bien, en el quebranto
      De mi lánguida y mísera niñez,
      Cuando una dicha me aparece apenas,
      De Tántalo al martirio me condenas
      Y te enfureces contra mí otra vez?

      ¿Qué te he hecho yo, criatura desdichada
      Que arrastro una existencia envenenada
      Por el amargo filtro del dolor,
      Para que tú, Dios grande omnipotente,
      Así descargues en mi débil frente
      Los golpes sin cesar de tu furor?

      ¿Mi delito es vivir? Tú lo quisiste.
      ¡Ay! Tú me has dado le existencia triste
      Que me tortura y que me cansa ya,
      Tú que otros seres al placer destinas,
      Una corona dísteme de espinas
      Que el corazón despedazando va.

      Tal vez en vano en mi dolor le ruego;
      Es el Acaso el que preside ciego
      Del oscuro universo en el caos;
      Él nos destina a bárbara existencia
      Con implacable y fría indiferencia;
      Es un fantasma la piedad de Dios!

      Si blasfemo ¡perdón! En mi martirio
      El corazón se abrasa, y el delirio
      Trastorna mi cerebro, sí; ¡piedad!
      Soy un amante triste y desolado,
      El astro de mis dichas ha eclipsado,
      Con su negro capuz la eternidad.

      ¡Corred... oh!... ¡mas corred, lágrimas mías!
      Ya se apagó la antorcha de los días
      De mi nublada y pobre juventud!
      Una mujer, un ángel de consuelo
      Fugaz me apareció... y eterno duelo
      Dejome al ocultarla el ataúd.

      Miradla inerte... ¿comprendéis ahora,
      Almas que habéis amado, por qué llora
      Con lágrimas de sangre el corazón?
      ¿Sabéis lo que es una mujer querida
      Cuyo amor alimenta nuestra vida?
      ¿Sabéis lo que es perderla? ¡Maldición!

      Es ¡ay! perder, el que cansado vaga,
      La única linfa que su sed apaga
      Del desierto en el tórrido arenal.
      Es ¡ay! perder el pobre condenado
      Que cruzara este mundo, desdichado,
      La esperanza en la vida celestial.

      Esa mujer me amó... mis años lentos
      De soledad, de hastío, de tormentos,
      Por ella, por su amor solo olvidé.
      Era mi Dios, mi pecho solitario
      Fue de su imagen perennal santuario;
      Como a Dios adoraba, la adoré.

      Cambiose el mundo, para mí sombrío
      Cuando me apareció, bello ángel mío,
      Riente, puro, dulce, encantador,
      Con su mirada lánguida y ardiente,
      Con el pudor divino de su frente
      Y con su seno trémulo de amor.

      Azucena purísima y lozana
      Abriéndose al calor de la mañana,
      Al beso del cefir primaveral.
      ¡Oh! ¿quién dijera que secar podría
      Aun antes de llegar a medio día
      El sol, su cáliz blando y virginal?

      ¡Mujer, adiós! ¡pudiera yo animarle
      Con mi ósculo de fuego, y contemplarte
      Apasionada y tierna sonreír!
      ¡Verte, en tu seno derramar mi lloro,
      Y jurarte de nuevo que te adoro,
      Y a tus plantas después, mi bien, morir!

      Ángel, adiós... tu alma refulgente
      Brilla a los pies del Dios omnipotente,
      Y amante aún me mira... desde allí.
      Cuando el Señor sonría a tus caricias,
      Y te arrebate en célicas delicias,
      Ángel... mi amor, acuérdate de mí.

      Y cuando cruces el azul del cielo,
      Nunca te olvides de inclinar tu vuelo
      A este lóbrego mundo de dolor.
      Yo te veré, yo seguiré tus huellas
      Entre el blanco vapor de las estrellas,
      Y de la luna al pálido fulgor.

      Yo invocaré tu imagen bienhechora
      Para que me consuele en esa hora
      De silencio solemne y de quietud.
      Porque ¡ay! entonces turbarán mi calma
      Las negras tempestades de mi alma,
      Reliquia de mi triste juventud.

      Yo escucharé tu voz en la armonía
      De la floresta al despuntar el día,
      De las palmas al lánguido vaivén.
      Y en la callada tarde solitaria,
      Cuando murmure triste mi plegaria
      En el Ocaso te veré también.

      Del mundo en la borrasca tenebrosa
      Tu sublime mirada esplendorosa
      Será la estrella que me guíe, mi luz.
      Y en mis impías horas de demencia,
      El fuego iré a encender de mi creencia
      De tu sepulcro en la escondida cruz.

      ¡Adiós ángel, adiós! en mi tormento
      Mi existencia será solo un lamento;
      Mas con tu dulce imagen viviré.
      ¡Adiós, sueños rosados, dulces horas,
      Dulces como el placer y engañadoras!
      ¡Adiós, mi amor y mi primera fe!
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    Flor del alba
      Las montañas de Occidente
      La luna traspuso ya,
      El gran lucero del alba
      Mírase apenas brillar
      Al través de los nacientes
      Rayos de luz matinal;
      Bajo su manto de niebla
      Gime soñoliento el mar,
      Y el céfiro en las praderas
      Tibio despertando va.
      De la sonrosada aurora
      Con la dulce claridad,
      Todo se anima y se mueve,
      Todo se siente agitar:
      El águila allá en las rocas
      Con fiereza y majestad
      Erguida ve el horizonte
      Por donde el sol nacerá;
      Mientras que el tigre gallardo
      Y el receloso jaguar
      Se alejan buscando asilo
      Del bosque en la oscuridad.
      Los alciones en bandadas
      Rasgando los aires van,
      Y el madrugador comienza
      Las aves a despertar:
      Aquí salta en las caobas
      El pomposo cardenal,
      Y alegres los guacamayos
      Aparecen más allá.
      El aní canta en los mangles,
      En el ébano el turpial,
      El cenzontli entre las ceibas,
      La alondra en el arrayán,
      En los maizales el tordo
      Y el mirlo en el arrozal.
      Desde su trono la orquídea
      Vierte de aroma un raudal;
      Con su guirnalda de nieve
      Se corona el guayacán,
      Abre el algodón sus rosas,
      El ilamo su azahar,
      Mientras que lluvia de aljófar
      Se ostenta en el cafetal,
      Y el nelumbio en los remansos
      Se inclina el agua a besar.
      Allá en la cabaña humilde
      Turban del sueño la paz
      En que el labriego reposa,
      Los gallos con su cantar;
      El anciano a la familia
      Despierta con tierno afán,
      Y la campana del Barrio
      Invita al cristiano a orar.
      Entonces, niña hechicera,
      De la choza en el umbral
      Asoma, que flor del alba
      La gente ha dado en llamar.
      El candor del cielo tiñe
      Su semblante virginal,
      Y la luz de la modestia
      Resplandece en su mirar.
      Alta, gallarda y apenas
      Quince abriles contará;
      De azabache es su cabello
      Sus labios bermejos, más
      Que las flores del granado
      La púrpura y el coral,
      Si sonríen, blancas perlas
      Menudas hacen brillar.
      Ya sale airosa, llevando
      El cántaro en el yagual,
      Sobre la erguida cabeza
      Que apenas mueve al andar;
      Cruza el sendero de mirtos
      Y cabe un cañaveral,
      Donde hay una cruz antigua,
      Bajo el lecho de un palmar,
      Plantada sobre las peñas
      Musgosas de un manantial.
      Arrodillada la niña
      Humilde se pone a orar,
      Al arroyuelo mezclando
      Sus lágrimas de piedad.
      Luego sube a la colina
      Desde donde se ve el mar,
      Y allí con mirada inquieta,
      Buscando afanosa está
      Una barca entre las brumas
      Que ahuyenta ledo el terral;
      Los campesinos alegres
      Que a los maizales se van,
      Al verla así, la bendicen,
      Y la arrojan al pasar
      Maravillas olorosas
      De las cercas del bajial,
      Que es la bella Flor del alba,
      La dulce y buena deidad
      Que adoran los corazones
      De aquel humilde lugar.
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    La caída de la tarde
      Mirar como traspone las montañas
      El sol, cansado al fin de su carrera,
      De este río sentado en la ribera,
      Escuchando su ronco murmurar.
      O ver las aves que con tardo vuelo
      Van a las ramas a buscar descanso,
      O mis ojos clavar en el remanso
      Que oscurece la sombra del palmar.

      A esta mustia soledad salvaje
      Venir ¡ay triste! a demandar remedio,
      En mi constante y doloroso tedio;
      Y el pesar abatiéndome después.
      Y pasar afligido hora tras hora,
      De la ausencia en el lóbrego martirio;
      De un imposible afán en el delirio...
      ¡Ésta , lejos de ti, mi vida es!

      Tu recuerdo tenaz nunca se esconde,
      En el oscuro abismo de mi mente,
      Y el fuego de tu amor, aún vive ardiente,
      Abrasándome siempre el corazón,
      No vale huir de ti... que el alma loca
      Vuela a do estás, en alas del deseo,
      O te atrae hacia mí, y aquí te veo,
      Sombra a quien presta vida mi pasión!

      Y evoco las memorias de otros días
      Que dichosos, mas breves transcurrieron,
      Pero que amantes al pasar nos vieron
      Desmayados, del goce en la embriaguez.
      Y pido a estas riberas la ventura
      De esas horas de amor dulces y bellas,
      Mas ¡ay! no pueden darme lo que aquellas
      En que te vi por la primera vez.

      Nada me sonríe ya, cuando va el cielo
      Tiñendo de carmín por un instante,
      Desde su tumba de oro, fulgurante,
      Del tibio sol la moribunda luz.
      Nada promete a mi esperanza ansiosa,
      A mi deseo audaz o a mi pena,
      La noche, cuando, de delicias llena,
      Va envolviendo la tierra en su capuz.

      ¡Ay! y las palmas, las hermosas palmas
      Que tú tan gratas para siempre hicieras,
      A ninguno, sus tristes cabelleras
      Hoy acarician, de nosotros dos.
      Y cuando entre sus ramas solitaria,
      Cayendo va la estrella de la tarde
      Tu mirada semeja, como ella arde,
      Así ardía en tu postrer adiós.

      Y esa pálida estrella vespertina
      Que un momento en el cielo resplandece,
      Y que declina pronto y desparece,
      Semeja así nuestro pasado bien!
      He ahí lo que me queda, recordarte,
      De esta fatal ausencia en el hastío,
      Y pensar que en los bordes de ese río,
      Tal vez tú lloras por mi amor también.
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    La plegaria de los niños
      En la campana del puerto
      ¡Tocan, hijos la oración.....!
      ¡De rodillas..., y roguemos
      A la madre del Señor
      Por nuestro padre infelice,
      Que ha tanto tiempo partío,
      Y quizás esté luchando
      De la mar con el furor.
      Tal vez, a una tabla asido,
      ¡No lo permita el buen Dios!
      Náufrago, triste y hambriento,
      Y al sucumbir sin valor,
      Los ojos al cielo alzando
      Con lágrimas de aflicción,
      Dirija el adiós postrero
      A los hijos de su amor.

      ¡Orad, orad, hijos míos,
      La virgen siempre escuchó
      La plegaria de los niños
      Y los ayes del dolor!"
      En una humilde cabaña,
      Con piadosa devoción,
      Puesta de hinojos y triste
      A sus hijos así habló
      La mujer de un marinero,
      Al oír la santa voz
      De la campana del puerto
      Que tocaba la oración.

      Rezaron los pobres niños
      Y la madre, con fervor,
      Todo quedóse en silencio
      Y después sólo se oyó,
      Entre apagados sollozos,
      De las olas el rumor.

      De repente en la bocana
      Truena lejano el cañón:
      "¡Entra buque!", allá en la playa
      La gente ansiosa gritó.
      Los niños se levantaron;
      Mas la esposa, en su dolor
      "No es vuestro padre, les dijo:
      Tantas veces me engañó
      La esperanza, que hoy no puede
      Alegrarse el corazón".

      Pero después de una pausa
      Ligero un hombre subió
      Por el angosto sendero,
      Murmurando una canción.

      Era un marino.... ¡Era el padre!
      La mujer palideció
      Al oírle, y de rodillas,
      Palpitando de emoción,
      Dijo: "¿ Lo veis, hijos míos?"
      La virgen siempre escuchó
      La plegaria de los niños
      Y los ayes del dolor.
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    La salida del sol
      Ya brotan del sol naciente
      Los primeros resplandores,
      Dorando las altas cimas
      De los encumbrados montes.
      Las neblinas de los valles
      Hacia las alturas corren,
      Y de las rocas se cuelgan
      O en las cañadas se esconden.
      En ascuas de oro convierten
      Del astro rey los fulgores,
      Del mar que duerme tranquilo
      Las mansas ondas salobres.
      Sus hilos tiende el rocío
      De diamantes tembladores,
      En la alfombra de los prados
      Y en el manto de los bosques.
      Sobre la verde ladera
      Que esmaltan gallardas flores,
      Elevan sus frente altiva
      Los enhiestos girasoles,
      Y las caléndulas rojas
      Vierte al pie sus olores.
      Las amarillas retamas
      Visten las colinas, donde
      Se ocultan pardas y alegres
      Las chozas de los pastores.
      Purpúrea el agua del río
      Lame de esmeralda el bordo,
      Que con sus hojas encubren
      Los plátanos cimbradores;
      Mientras que allá en la montaña,
      Flotando en la peña enorme,
      La cascada se reviste
      De iris con los colores.
      El ganado en las llanuras
      Trisca alegre, salta y corre;
      Cantan las aves, y zumban
      Mil insectos bullidores
      Que el rayo del sol anima,
      Que pronto mata la noche.
      En tanto el sol se levanta
      Sobre el lejano horizonte,
      Bajo la bóveda limpia
      De un cielo sereno... Entonces
      Sus fatigosas tareas
      Suspenden los labradores,
      Y un santo respeto embarga
      Sus sencillos corazones.
      En el valle, en la floresta,
      En el mar, en todo el orbe
      Se escuchan himnos sagrados,
      Misteriosas oraciones;
      Porque el mundo en esta hora
      Es altar inmenso, en donde
      La gratitud de los seres
      Su tierno holocausto pone;
      Y Dios, que todos los días
      Ofrenda tan santa acoge,
      La enciende de Sol que nace
      Con los puros resplandores.
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    Las abejas
      Ya que del carmen en la sombra amiga
      Fuego vertiendo el caluroso estío,
      A buscar un refugio nos obliga
      Cabe el remanso del sereno río;
      Ven, pobre amigo, ven, y descansando
      De la ribera sobre el musgo blando,
      Oirás del labio mío
      Palabras de amistad, consoladoras,
      Que calmarán la lúgubre tristeza
      Con que insensato en tu despecho lloras.
      ¡Lamentas de los duelos la crudeza,
      Tú, cuyos quietos y dorados días
      Aún alumbra risueña la esperanza;
      Tú cuya confianza,
      Inocentes placeres, y alegrías,
      Jamás han enturbiado
      Las desgracias impías
      Con su terrible aliento emponzoñado!

      ¡Tú joven, tú feliz, tú a quien halaga
      Con sus preciosos dones la fortuna.
      Tú a quien el mundo seductor embriaga
      Sus flores ofreciendo una por una;
      Tú a quien la juventud, hermosa maga,
      Dulcemente convida
      A disfrutar la dicha tentadora
      Que en sus ardientes frutos atesora
      El árbol misterioso de la vida!

      Tú no debes llorar; deja que el llanto
      Del débil viejo la mejilla abrase
      Y que la espina del tenaz quebranto
      Su congojado corazón traspase;

      Tú, joven ¡a gozar! la sangre hirviente
      Sientes bullir aún; la vida es bella,
      Y en sus campos el sol resplandeciente
      A tus ojos destella.

      ¿Por qué te afliges? di, ¿por qué inclinabas
      Callando tristemente,
      La dolorida frente?
      ¿A la pérfida acaso recordabas?
      Inexperto doncel, ¿de qué te quejas?
      ¿Por qué llorando de la vil te alejas?
      ¿Qué ventura has perdido?
      ¿Qué tesoro escondido
      En ese corazón perjuro dejas?
      ¿Por qué cuando en un día,
      Primera vez miraste
      De esa traidora la belleza impía,
      El terrible fulgor no vislumbraste
      De la maldad que en su mirada ardía?

      Ni amor, ni virtud santa
      Abriga esa mujer; vicio temprano,
      Como a las gentes que en la corte habitan,
      Ya corrompió su corazón liviano.
      Si amor a buscar fuiste
      Entre el pérfido mundo cortesano,
      Por eso ahora ¡ay triste!
      ¡Lloras el tiempo que perdiste en vano!
      ¡Amor allí no existe!
      Allí cual frescas, perfumadas rosas,
      Al corazón se ofrecen las hermosas.
      ¡Ay de quien su perfume
      Aspira incauto, y de confianza lleno
      Pronto en la duda y tedio se consume
      Al negro influjo del mortal veneno.

      ¡Amor no existe allí!... La dulce niña
      Cuando asoma el pudor por vez primera
      En su frente de ángel, y su pecho
      Sincero amando, palpitar debiera,
      De infame corrupción con el ejemplo
      No al sentimiento puro le consagra,
      Porque del oro le convierte en templo.
      ¿Qué dicha, qué placeres
      Esperas tú encontrar de esas mujeres
      En el vendido seno
      A los ardores del cariño ajeno,
      Cuando su impura llama,
      Si nace, solamente
      Al soplo vil del interés se inflama?
      Huye la corte, amigo, y la ventura
      Ven a buscar aquí, do la inocencia
      Te ofrecerá en la flor de la hermosura
      Un tierno cáliz de sabrosa esencia.
      Libando su dulzura
      Cambiará tu existencia;
      Del tedio sanarás que te aniquila,
      Y la virtud amando, suavemente
      Tu vida pasará cual la corriente
      De ese arroyo tranquila.

      ¿Ves discurrir zumbando entre las flores
      De este carmen umbroso y escondido,
      Afanosas buscando las abejas
      El néctar delicioso, apetecido?
      Mira cuál van dejando desdeñosas
      De su brillo s pesar y su hermosura
      Las flores venenosas.
      Ellas buscan quizá las más humildes,
      Las que ocultas tal vez en la espesura
      De las agrestes breñas
      Apenas se distinguen, o en la oscura
      Grieta se esconde de las rudas peñas;
      Ellas no creen que al ostentarse ufanas
      Aquellas que parecen
      Con mayor altivez y más colores,
      Sean también las que ofrecen
      Los nectarios mejores.

      Tú imita ese modelo,
      Pobre insecto, es verdad, pero dotado
      Por el próvido cielo
      De un instinto sagaz y delicado;
      Y en el jardín del mundo,
      Si el néctar de la dicha libar quieres
      Para endulzar las penas de la vida,
      Deja la flor pomposa, envanecida
      Que a la virtud en su soberbia insulta;
      Busca a la que se oculta
      Viviendo entre las sombras recogida.

      Una infame y perjura cortesana
      Tu corazón sedujo; tú la amaste,
      Y alimentando tu pasión insana
      Tu puro corazón envenenaste.
      Olvídala, y que presto,
      Ya despertando de tu error funesto,
      Puedas hallar la miel de los amores
      De esa montaña en las sencillas flores.

      Mirta, la dulce Mirla, la que alegra
      Nuestras montañas y risueños prados,
      La que garbosa con diadema negra
      De cabellos rizados
      Su tersa frente candorosa ciñe,
      Que el alba pura con sus lampos tiñe.
      La de los grandes y rasgados ojos,
      La de los frescos labios purpurinos
      Que ríen, mostrando deslumbrantes perlas,
      La de turgentes hombros y divinos
      Que la Venus de Gnido envidiaría.
      Mírala, ¿no enloquece tu alma, joven,
      Como hace tiempo, enloqueció la mía?
      ¿La faz de tu perjura es comparable,
      Y su pálida tez marchita y fría
      Do la salud y la color simula
      Comprado afeite, con la faz rosada
      De esta virgen del bosque,
      Do la sangre purísima circula
      Con el calor y el aire de los campos,
      Y con la grata esencia
      Que en su redor esparce la inocencia?
      Dime, ¿a apagar su fuego esa mirada
      Con el ansioso labio no provoca?
      ¿Quién al verla sonriendo, no querría
      Libar la miel de su encendida boca?
      ¿Quién no deseara con delirio ciego
      Estrecharla en sus brazos un instante?
      ¿Dónde buscar de amor el sacro fuego
      Sino en su seno blanco y palpitante?
      ¿Y dónde hallar la dicha que asegura
      Su fe constante y pura?

      Estas flores, amigo, ansioso busca,
      Abeja del amor, y no te cuida
      De los torpes placeres
      Que te ofrece la corte corrompida,
      Si el néctar de la dicha libar quieres
      Para endulzar las penas de la vida.
    Arriba

    Las amapolas
      El sol en medio del cielo
      Derramando fuego está;
      Las praderas de la costa
      Se comienzan a abrasar,
      Y se respira en las ramblas
      El aliento de un volcán.

      Los arrayanes se inclinan,
      Y en el sombrío manglar
      Las tórtolas fatigadas
      Han enmudecido ya;
      Ni la más ligera brisa
      Viene en el bosque a jugar.

      Todo reposa en la tierra,
      Todo callándose va,
      Y sólo de cuando en cuando
      Ronco, imponente y fugaz,
      Se oye el lejano bramido
      De los tumbos de la mar.

      A las orillas del río,
      Entre el verde carrizal,
      Asoma una bella joven
      De linda y morena faz;
      Siguiéndola va un mancebo
      Que con delirante afán
      Ciñe su ligero talle,
      Y así le comienza a hablar:

      —"Ten piedad, hermosa mía,
      Del ardor que me devora,
      Y que está avivando impía
      Con su llama abrasadora
      Esta luz de mediodía.

      "Todo suspira sediento,
      Todo lánguido desmaya,
      Todo gime soñoliento:
      El río, el ave y el viento
      Sobre la desierta playa.

      "Duermen las tiernas mimosas
      En los bordes del torrente;
      Mustias se tuercen las rosas,
      Inclinando perezosas
      Su rojo cáliz turgente.

      "Piden sombra a los mangueros,
      Los floripondios tostados;
      Tibios están los senderos
      En los bosques perfumados
      De mirtos y limoneros.

      "Y las blancas amapolas
      De calor desvanecidas,
      Humedecen sus corolas
      En las cristalinas olas
      De las aguas adormidas.

      "Todo invitarnos parece,
      Yo me abraso de deseos;
      Mi corazón se estremece,
      Y ese sol de Junio acrece
      Mis febriles devaneos.

      "Arde la tierra, bien mío;
      En busca de sombra vamos
      Al fondo del bosque umbrío,
      Y un paraíso finjamos
      En los bordes de ese río.

      "Aquí en retiro encantado,
      Al pie de los platanares
      Por el remanso bañado,
      Un lecho te he preparado
      De eneldos y de azahares.

      "Suelta ya la trenza oscura
      Sobre la espalda morena;
      Muestra la esbelta cintura,
      Y que forme la onda pura
      Nuestra amorosa cadena.

      "Late el corazón sediento;
      Confundamos nuestras almas
      E n un beso, en un aliento...
      Mientra s se juntan las palmas
      A las caricias del viento.

      "Mientras que las amapolas,
      De calor desvanecidas,
      Humedecen sus corolas
      En las cristalinas olas
      De las aguas adormidas".

      Así dice amante el joven,
      Y con lánguido mirar
      Responde la bella niña
      Sonriendo... y nada más.

      Entre las palmas se pierden;
      Y del día al declinar,
      Salen del espeso bosque,
      A tiempo que empiezan ya
      Las aves a despertarse
      Y en los mangles a cantar.

      Todo en la tranquila tarde
      Tornando a la vida va;
      Y entre los alegres ruidos,
      Del Sud al soplo fugaz,
      Se oye la voz armoniosa
      De los tumbos de la mar.
    Arriba

    Los naranjos
      Perdiéronse las neblinas
      En los picos de la sierra,
      Y el sol derrama en la tierra
      Su torrente abrasador.
      Y se derriten las perlas
      Del argentado rocío,
      En las adelfas del río
      Y en los naranjos en flor.

      Del mamey el duro tronco
      Picotea el carpintero,
      Y en el frondoso manguero
      Canta su amor el turpial;
      Y buscan miel las abejas
      En las piñas olorosas,
      Y pueblan las mariposas
      El florido cafetal.

      Deja el baño, amada mía,
      Sal de la onda bullidora;
      Desde que alumbró la aurora
      Jugueteas loca allí.
      ¿Acaso el genio que habita
      De ese río en los cristales,
      Te brinda delicias tales
      Que lo prefieres a mí?

      ¡Ingrata! ¿por qué riendo
      Te apartas de la ribera?
      Ven pronto, que ya te espera
      Palpitando el corazón
      ¿No ves que todo se agita,
      Todo despierta y florece?
      ¿No ves que todo enardece
      Mi deseo y mi pasión?

      En los verdes tamarindos
      Se requiebran las palomas,
      Y en el nardo los aromas
      A beber las brisas van.
      ¿Tu corazón, por ventura,
      Esa sed de amor no siente,
      Que así se muestra inclemente
      A mi dulce y tierno afán?

      ¡Ah, no! perdona, bien mío;
      Cedes al fin a mi ruego;
      Y de la pasión el fuego
      Miro en tus ojos lucir.
      Ven, que tu amor, virgen bella,
      Néctar es para mi alma;
      Sin él, que mi pena calma,
      ¿Cómo pudiera vivir?

      Ven y estréchame, no apartes
      Ya tus brazos de mi cuello,
      No ocultes el rostro bello
      Tímida huyendo de mí.
      Oprímanse nuestros labios
      En un beso eterno, ardiente,
      Y transcurran dulcemente
      Lentas las horas así.

      En los verdes tamarindos
      Enmudecen las palomas;
      En los nardos no hay aromas
      Para los ambientes ya.
      Tú languideces; tus ojos
      Ha cerrado la fatiga
      Y tu seno, dulce amiga,
      Estremeciéndose está.

      En la ribera del río,
      Todo se agosta y desmaya;
      Las adelfas de la playa
      Se adormecen de calor.
      Voy el reposo a brindarte
      De trébol en esta alfombra
      De los naranjos en flor.
    Arriba

    María
      Allí en el valle fértil y risueño,
      Do nace el Lerma y, débil todavía
      Juega, desnudo de la regia pompa
      Que lo acompaña hasta la mar bravía;
      Allí donde se eleva
      El viejo xinantécatl, cuyo aliento,
      Por millares de siglos inflamado,
      Al soplo de los tiempos se ha apagado,
      Pero que altivo y majestuoso eleva
      Su frente que corona eterno hielo
      Hasta esconderla en el azul del cielo.

      Allí donde el favonio murmurante
      Mece los frutos de oro del manzano
      Y los rojos racimos del cerezo
      Y recoge en sus alas vagarosas
      La esencia de los nardos y las rosas.

      Allí por vez primera
      Un extraño temblor desconocido,
      De repente, agitado y sorprendido
      Mi adolescente corazón sintiera.

      Turbada fue de la niñez la calma,
      Ni supe qué pensar en ese instante
      Del ardor de mi pecho palpitante
      Ni de la tierna languidez del alma.

      Era el amor: mas tímido, inocente,
      Ráfaga pura del albor naciente,
      Apenas devaneo
      Del pensamiento virginal del niño;
      No la voraz hoguera del deseo,
      Sino el risueño lampo del cariño.

      Yo la miré una vez, virgen querida
      Despertaba cual yo, del sueño blando
      De las primeras horas de la vida:
      Pura azucena que arrojó el destino
      De mi existencia en el primer camino,
      Recibían sus pétalos temblando
      Los ósculos del aura bullidora
      Y el tierno cáliz encerraba apenas
      El blanco aliento de la tibia aurora.

      Cuando en ella fijé larga mirada
      De santa adoración, sus negros ojos
      De mi apartó; su frente nacarada
      Se tiñó del carmín de los sonrojos;
      Su seno se agitó por un momento,
      Y entre sus labios espiró su acento.

      Me amó también. Jamás amado había;
      Como yo, esta inquietud no conocía,
      Nuestros ojos ardientes se atrajeron
      Y nuestras lamas vírgenes se unieron
      Con la unión misteriosa que preside
      El hado, entre las sombras, mudo y ciego,
      Y de la dicha del vivir decide
      Para romperla sin clemencia luego.

      ¡Ay! Que esta unión purísima debiera
      No turbarse jamás, que así la dicha
      Tal vez perenne en la existencia fuera:
      ¿Cómo no ser sagrada y duradera
      Si la niñez entretejió sus lazos
      Y la animó, divina, entre sus brazos
      La castidad de la pasión primera?

      Pero el amor es árbol delicado
      Que el aire puro de la dicha quiere,
      Y cuando de dolor el cierzo helado
      Su frente toca, se doblega y muere.

      ¿No es verdad? ¿no es verdad, pobre María?
      ¿Por qué tan pronto del pesar sañudo
      Pudo apartarnos la segura impía?
      ¿Cómo tan pronto obscurecernos pudo
      La negra noche en el nacer del día?

      ¿Por qué entonces no fuimos más felices?
      ¿Por qué después no fuimos más constantes?
      ¿Por qué en el débil corazón, señora,
      Se hacen eternos siglos los instantes,
      Desfalleciendo antes
      De apurar del dolor la última hora?

      ¡Pobre María! Entonces ignorabas
      Y yo también, lo que apellida el mundo
      ¡Amor... amor! Y ciega no pensabas
      Que es perfidia, interés, deleite inmundo,
      Y que tu alma pura y sin mancilla
      Que amó como los ángeles amaran
      Con fuego intenso, mas con fe sencilla,
      Iba a encontrarse sola y sin defensa
      De la maldad entre la mar inmensa.

      Entonces, en los días inocentes
      De nuestro amor, una mirada sola
      Fue la felicidad, los puros goces
      De nuestro corazón... el casto beso,
      La tierna y silenciosa confianza,
      La fe en el porvenir y la esperanza.

      Entonces... en las noches silenciosas
      ¡Ay! Cuántas horas contemplamos juntos
      Con cariño las pálidas estrellas
      En el cielo sin nubes cintilando,
      Como si en nuestro amor gozaran ellas;
      O el resplandor benéfico y amigo
      De la callada luna,
      De nuestra dicha plácido testigo,
      O a las brisas balsámicas y leves
      Con placer confiamos
      Nuestros suspiros y palabras breves.

      ¡Oh! ¿qué mal hace al cielo
      Este modesto bien, que tras él manda
      De la separación el negro duelo,
      La frialdad espantosa del olvido
      Y el amargo sabor del desengaño,
      Tristes reliquias del amor perdido?

      Hoy sabes qué sufrir, pobre María,
      Y sentiste al presente
      El desamor que mezcla su hiel fría
      De los placeres en la copa ardiente,
      El cansancio, la triste indiferencia,

      Y hasta el odio que impío
      El antes cielo azul de la existencia
      Nos convierte en un cóncavo sombrío,
      Y la duda también, duda maldita
      Que de acíbar eterno el alma llena,
      La enturbia y envenena
      Y en el caos del mal la precipita.

      Muy pronto, sí, nos condenó la suerte
      A no vernos jamás hasta la muerte:
      Corrió la primera lágrima encendida
      Del corazón a la primera herida,
      Mas pronto se siguió el pensar profundo,
      Del desdén la sonrisa amenazante
      Y la mirada de odio chispeante,
      Terrible reto de venganza al mundo.

      Mucho tiempo pasó. Tristes seguimos
      El mandato cruel del hado fiero,
      Contrarias sendas recorriendo fuimos
      Sin consuelo ni afán... Y bien, señora,
      ¿Podremos sin rubor mirarnos ora?
      ¡Ah! ¡qué ha quedado de la virgen bella!
      Tal vez la seducción marcó su huella

      En tu pálida frente ya surcada,
      Porque contemplo en tus hundidos ojos
      Señal de llanto y lívida mirada.
      Con el fulgor de acero de la ira.
      Se marchitaron los claveles rojos
      Sobre tus labios ora contraídos
      Por risa de desdén que desafía
      Tu bárbaro pesar, ¡pobre María!

      Y yo... yo estoy tranquilo:
      Del dolor las tremendas tempestades,
      Roncas rugieron agitando el alma;
      La erupción fue terrible y poderosa...
      Pero hoy volvió la calma
      Que se turbó un momento,
      Y aunque siente el volcán mugir violento
      El fuego adentro del, nunca se atreve
      Su cubierta a romper de dura nieve.

      Continuemos, mujer, nuestro camino.
      ¿Dónde parar? ...¿Acaso los sabemos?
      ¿Lo sabemos acaso? Que destino
      Nos lleve como ayer: ciegos vaguemos,
      Ya que ni un faro de esperanza vemos
      Llenos de duda y de pesar marchamos,
      Marchamos siempre, y a perdernos vamos
      ¡Ay! De la muerte en el océano obscuro,
      ¿Hay más allá riberas?... no es seguro,
      Quién sabe si las hay; mas si abordamos
      A esas riberas torvas y sombrías
      Y siempre silenciosas,
      Allí sabré tus quejas dolorosas,
      Y tú también escucharás las mías.
    Arriba

    Recuerdos
      Se oprime el corazón al recordarte,
      Madre, mi único bien, mi dulce encanto;
      Se oprime el corazón y se me parte,
      Y me abrasa los párpados el llanto.

      Lejos de ti y en la orfandad, proscrito,
      Verte no más en mi delirio anhelo;
      Como anhela el presito
      Ver los fulgores del perdido cielo.

      ¡Cuánto tiempo, mi madre, ha transcurrido
      Desde ese día en que la negra suerte
      Nos separó cruel!... ¡Tanto he sufrido
      Desde entonces, oh Dios, tanto he perdido,
      Que siento helar mi corazón de muerte!

      ¿No lloras tú también ¡oh madre mía!
      Al recordarme, al recordar el día
      En que te dije adiós, cuando en tus brazos
      Sollozaba infeliz al separarme,
      Y con el seno herido hecho pedazos,
      Aun balbucí tu nombre al alejarme?

      Debiste llorar mucho. Yo era niño
      Y comencé a sufrir, porque al perderte
      Perdí la dicha del primer cariño.
      Después, cuando en la noche solitaria
      Te busqué para orar, sólo vi el cielo,
      Al murmurar mi tímida plegaria,
      Mi profundo y callado desconsuelo.

      Era una noche obscura y silenciosa,
      Sólo cantaba el búho en la montaña;
      Sólo gemía el viento en la espadaña
      De la llanura triste y cenagosa.
      Debajo de una encina corpulenta
      Inmóvil entonces me postré de hinojos,
      Y mi frente incliné calenturienta.

      ¡Oh! ¡cuánto pensé en ti llenos los ojos
      de lágrimas amargas!... la existencia.
      Fue ya un martirio, y erial de abrojos
      El sendero del mundo con tu ausencia.

      Mi niñez pasó pronto, y se llevaba
      Mis dulces ilusiones una a una;
      No pudieron vivir, no me inspiraba
      El dulce amor que protegió mi cuna.
      Vino después la juventud insana,
      Pero me halló doliente caminando
      Lánguido en pos de la vejez temprana,
      Y las marchitas flores deshojando
      Nacidas al albor de mi mañana.

      Nada gocé; mi fe ya está perdida;
      El mundo es para mí triste desierto;
      Se extingue ya la lumbre de mi vida,
      Y el corazón, antes feliz, ha muerto.

      Me agito en la orfandad, busco un abrigo
      Donde encontrar la dicha, la ternura
      De los primeros días; ni un amigo
      Quiere partir mi negra desventura.
      Todo miro al través del desconsuelo;
      Y ni me alivia en mi dolor profundo
      El loco goce que me ofrece el mundo,
      Ni la esperanza que sonríe en el cielo.

      Abordo ya la tumba, madre mía,
      Me mata ya el dolor... voy a perderte,
      Y el pobre ser que acariciaste un día
      ¡Presa será temprano de la muerte!

      Cuando te dije adiós, era yo niño:
      Diez años hace ya; mi triste alma
      Aún siente revivir su antigua calma
      Al recordar tu celestial cariño.

      Era yo bueno entonces, y mi frente
      Muy tersa aún tu ósculo encontraba...
      Hace años, de dolor la reja ardiente
      Allí dos surcos sin piedad trazaba.

      Envejecí en la juventud, señora;
      Que la vejez enferma se adelanta,
      Cuando temprano en el dolor se llora,
      Cuando temprano el mundo desencanta,
      Y el iris de la fe se descolora.

      Cuando contemplo en el confín del cielo,
      En la mano apoyando la mejilla,
      Mis montañas azules, esa sierra
      Que apenas a vislumbrar mi vista alcanza,
      Dios me manda el consuelo,
      Y renace mi férvida esperanza,
      Y me inclino doblando la rodilla,
      Y adoro desde aquí la hermosa tierra
      De las altas palmeras y manglares,
      De las aves hermosas, de las flores,
      De los bravos torrentes bramadores,
      Y de los anchos ríos como mares,
      Y de la brisa tibia y perfumada
      Do tu cabaña está mujer amada.

      Ya te veré muy pronto madre mía;
      Ya te veré muy pronto, ¡Dios lo quiera!
      Y oraremos humildes ese día
      Junto a la cruz de la montaña umbría,
      Como en los años de mi edad primera.
      Olvidaré el furor de mis pasiones.
      Me volverán rientes una a una
      De la niñez las dulces ilusiones,
      El pobre techo que abrigó mi cuna.
      Reclinaré en tu hombro mi cabeza
      Escucharás mis quejas de quebranto,
      Velarás en mis horas de tristeza
      Y enjugarás las gotas de mi llanto.

      Huirán mi duda, mi doliente anhelo.
      Recuerdos de mi vida desdichada;
      Que allí estarás, ¡oh ángel de consuelo!
      Pobre madre infeliz... ¡madre adorada!
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