Guillermo Prieto

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    Información biográfica

  1. Al mar
  2. Cómo será el mar
  3. Décimas glosadas
  4. Ensueños
  5. La confianza del hombre
  6. La inmortalidad
  7. Una tarde


Información biográfica
    Nombre: Guillermo Prieto Pradillo
    Lugar y fecha nacimiento: Ciudad de México, Nueva España, 10 de febrero de 1818
    Lugar y fecha defunción: Tacubaya, México, 2 de marzo de 1897 (79 años)
    Ocupación: Político, escritor, articulista, poeta
    Destacan: "Ensueños", "Mortalidad"

    Fuente: [Guillermo Prieto] en Wikipedia.org
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    Al mar
      Te siento en mí: cuando tu voz potente
      Saludó retronando en lontananza,
      Se renovó mi ser; alce la frente
      Nunca abatida por el hado impío,
      Y vibrante brotó del pecho mío
      Un cántico de amor y alabanza.
      Te encadenó el Señor en estas playas
      Cuando, Satán del mundo,
      Temerario plagiando el infinito,
      Le quisiste anegar, y en lo profundo
      Gimes ¡oh mar! en sempiterno grito.

      Tú también te retuerces cual remedo
      De la eterna agonía;
      También, como al ser mío,
      La soledad te cerca y el vacío;
      Y siempre en inquietud y en amargura,
      Te acaricia la luz del claro día,
      Te ven los astros en la noche oscura.

      A ti te vi venir, como en locura,
      Esparcido el cabello de tus ondas
      De espuma en el vaivén, como cercada
      De invisibles espíritus, llegando
      De abismos ignorados y clamando
      En acentos humanos que morían,
      Y el grito y el sollozo confundían.

      A mí te vi venir ¡oh mar divino!
      Y supe contener tanta grandeza,
      Como tiembla la gota de la lluvia
      En la hoja leve del robusto encino.

      Eres sublime ¡oh mar! los horizontes
      Recogiendo las alas fatigadas,
      Se prosternan ante ti desde los montes.

      Prendida de tus hombros la luz bella
      Forma los pliegues de tu manto inmenso.
      Entre la blanca bruma
      Se perciben los tumbos de tus ondas,
      Cual de hermosa en el seno palpitante
      Los encajes levísimos de espuma.

      Si te agitas, arrojas de tu seno
      En explosión tremenda las montañas,
      Y es un remedo de la brisa el trueno,
      Terrible mar, si gimen tus entrañas.

      ¿Quién te describe ¡oh mar! cuando bravía,
      Como mujer celosa,
      En medio de tu marcha procelosa
      El escollo de tus iras desafía?

      Vas, te encrespas, te ciñes con porfía,
      Retrocedes rugiente,
      Y del tenaz luchar desesperada,
      Te precipitas en su negro seno
      Despedazando tu altanera suerte.

      En tanto, al viento horrible,
      Arrastrando al relámpago y al rayo,
      Cimbra el espacio, rasga el negro velo
      De la tiniebla, se prosterna el mundo
      Y un siniestro contento se percibe
      ¡Oh mar!, en lo profundo,
      Cual si con esa pompa celebraras,
      Entre el eterno duelo,
      Tus nupcias con el cielo.

      Cansada de fatiga, cual si el aura
      Tierna te prodigara sus caricias,
      A su encanto dulcísimo te entregas,
      Calmas tu enojo, viertes tus sonrisas,
      Y como niña con las olas juegas
      Cuando te dan su música las brisas.

      Tú eres un ser de vida y de pasiones:
      Escuchas, amas, te enloqueces, lloras,
      Nos sobrecoges de terrible espanto,
      Embriagas de grandeza y enamoras.

      Cuando por vez primera ¡oh mar sublime!
      Me vi junto de ti, como tocando
      El borde del magnifico infinito,
      Dios, clamó el labio en entusiasta grito:
      Dios, repitió tu inquieta lontananza:
      Y Dios, me pareció que proclamaban
      Las olas, repitiendo mi alabanza.

      Entonces ¡ay! la juventud hervía
      En mi temprano corazón; la suerte,
      Cual guirnalda de luz, embellecía
      La frente horrible de la misma muerte.

      Y grande, grande el corazón y abierto
      Al amor, a la patria y a la gloria,
      Émulo me sentí de tu grandeza
      Y mi orgullo me daba la victoria.
      Entonces, el celaje que cruzaba
      Por el espacio con sus alas de oro,
      De la patria me hablaba.

      Entonces, ¡ay! en la ola que moría
      Reclinada en la arena sollozando
      Recordaba el mirar de mi María,
      Sus lindos ojos y su acento blando.

      Si una huérfana rama atravesaba,
      Juguete de las ondas, cual yo errante,
      Lejos de su pensil y de su fuente,
      La saludaba con mi voz amante,
      La consolaba de la patria ausente.

      Si el pájaro perdido iba siguiendo
      Rendido de fatiga mi navío,
      ¡Cuánto sufrir, Dios mío!
      Su ala se plega, aléjase la nave,
      Y se esfuerza y se abate y desfallece,
      Y convulso, arrastrándose en las ondas,
      El hijo de los bosques desparece.

      En tanto, tus inmensas soledades
      La gaviota recorre, desafiando
      Las fieras tempestades.
      Entonces, en la popa, dominando
      La inmensa soledad, me parecía
      Que una voz a lo lejos me llamaba
      Y acentos misteriosos me decía
      Y yo le preguntaba:
      ¿Quién eres tú? ¿De la creación olvido,
      Te quedaste tus formas esperando,
      Engendro indescifrable, en agonía
      Entre el ser y el no ser siempre luchando?
      ¿Al desunirse de la tierra el cielo
      En tus entrañas refugiaste al caos?
      ¿O, mágica creación rebelde un día,
      Provocaste a tu Dios, se alzó tremendo;
      Sobre tu frente derramó la nada,
      Y te dejo gimiendo
      A tu muro de arena encadenada?

      ¿O, promesa de bien, en tus cristales
      Los átomos conservas que algún día,
      Cuando la tierra muera,
      Produzcan con encantos celestiales
      Otra luz, otros seres, otro mundo,
      Y entonces nuestro suelo
      A tus plantas, se llame mar profundo
      En que retrate tu grandeza el cielo?

      Hoy llegue junto a ti como otro tiempo,
      Siguiendo, ¡oh, Libertad! tu blanca estela;
      Hoy llegue junto a ti cuando se hundía
      En abismos de horror y anarquía
      La linfa de cristal de mi esperanza;
      Porque eres un poema de grandeza,
      Porque en ti el huracán sus notas vierte,
      Luz y vida coronan tu cabeza,
      Tienes por pedestal tiniebla y muerte.

      Nadie muere en la tierra; allí se duerme
      De tierna madre en el amante pecho:
      Velan cipreses nuestro sueño triste,
      Y riegan flores nuestro triste lecho.

      Solitaria una cruz dice al viajero
      Que pague su tributo
      De lágrimas y luto,
      En el extenso llano y el sendero.

      En ti se muere ¡oh mar! ni la ceniza
      Le das al viento: en la ola se sepulta
      La rica pompa de poblada nave
      Nada conserva las mortales huellas;
      Se pierden y en tu seno indiferente
      Nace la aurora y brillan las estrellas.

      A ti me entrego ¡oh mar!, roto navío,
      Destrozado en las recias tempestades,
      Sin rumbo, sin timón, siempre anhelante
      Por el seguro puerto,
      Encerrado en mi pecho dolorido
      Las tumbas y el desierto...

      Pero humillado no; y en mi fiereza
      A ti tendiendo las convulsas manos,
      Sintiendo en ti de mi alma la grandeza
      Y ahogando mi tormento,
      Le pido a Dios la paz de mis hermanos;
      Y renuevo mi augusto juramento
      De mi odio a la traición y a los tiranos.
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    Cómo será el mar
      Tu nombre ¡o mar! en mi interior resuena;
      Despierta mi cansada fantasía:
      Conmueve, engrandece al alma mía,
      De entusiasmo férvido la llena.

      Nada de limitado me comprime,
      Cuando imagino contemplar tu seno;
      Aludo, melancólico y sereno,
      O frente augusta; tu mugir sublime.

      Serás ¡oh mar! magnifico y grandioso
      Cuando duermas risueño y sosegado;
      Cuando a tu seno quieto y dilatado
      Acaricie el ambiente delicioso?

      ¿Cuando soberbio, ardiente, enfurecido
      Gimiendo te abalances hasta el cielo:
      Cuando haga retemblar al ancho cielo
      De tus inquietas aguas el bramido?

      Dulce será la luz del claro día
      Si en tus diáfanas ondas reverbera;
      Grata el aura y la roca que altanera
      Tus impulsos vehementes desafía.

      Creo ver en tu imperio turbulento
      La excelsa eternidad en su palacio,
      Dominando en el mundo y el espacio,
      Midiendo la extensión del firmamento.

      De la divinidad eres idea;
      Del mundo miserable poesía
      La dulce admiración del alma mía;
      Con tu vista el Eterno se recrea.

      La rama de la playa, que distante
      En tu inquieta extensión vaga perdida,
      Como el recuerdo triste de la vida
      En la mente del hombre agonizante.

      De la luna fulgente la luz pura,
      Al través de la nube borrascosa,
      Cual memoria de madre cariñosa
      En medio de una amarga desventura.

      De embarcación el mísero deshecho
      Que gire por tu seno sosegado,
      Como presentimiento desgraciado
      Que hace agitar del navegante el pecho.

      Todo, todo lo harás interesante:
      ¿No te habré de admirar? ¿Será vedado
      A mis oídos tu mugir sagrado
      Y siempre, siempre te tendré distante?

      ¿La mano del dolor que me comprime,
      A perecer cautivo me destina
      Entre paredes de ciudad mezquina
      Sin venerar tu majestad sublime?

      ¿O a ti, me llevará la suerte impía,
      Cubierto de dolor, sin tener padre;
      Sin mi dulce adorada; sin mi madre,
      Lanzado, ay triste, de la patria mía?
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    Décimas glosadas
      Pajarito corpulento,
      Préstame tu medicina
      Para curarme una espina
      Que tengo en el pensamiento,
      Que es traidora y me lastima.

      Es de muerte la apariencia
      Al decir del hado esquivo;
      Pero está enterrado vivo
      Quien sufre males de ausencia.
      ¿Cómo hacerle resistencia
      A la fuerza del tormento?
      Voy a remontarme al viento
      Para que tú con decoro
      Digas a mi bien que lloro,
      Pajarito corpulento.

      Dile que voy tentalenando
      En lo oscuro de mi vida,
      Porque es como luz perdida
      El bien por que estoy penando.
      Di que me estoy redibando
      Por su hermosura divina,
      Y, si la mirares fina,
      Pon mi ruego de por medio,
      Y dí: "Tú eres su remedio;
      Préstame tu medicina."

      El presil tiene sus flores
      Y el manantial sus frescuras,
      Y yo todas mis venturas y sus alegres amores
      Hoy me punzan los dolores
      Con terquedad tan indiana,
      Que no puedo estar ansina.
      Aire, tierra, mar y cielo,
      ¿Quién quiere darme un consuelo
      Para curarme una espina?

      Es la deidad que yo adoro,
      Es mi calandria amorosa,
      Mi lluvia de hojas de rosa
      Y mi campanita de oro.
      Hoy su perdido tesoro
      Me tiene como en el viento,
      Sin abrigo, sin asiento:
      Su recuerdo de ternura
      Es como una sepultura
      Que tengo en el pensamiento.

      Es mirar la que era fuente
      Hoyo espantable y vacío;
      Es ver cómo mató el frío
      La mata airosa y potente;
      Es un sentir de repente
      A la muerte que se arrima,
      Es que tiene mi alma encima
      Una fantasma hechicera
      Que me sigue adonde quiera,
      Que es traidora y me lastima.
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    Ensueños
      Eco sin voz que conduce
      El huracán que se aleja,
      Ola que vaga refleja
      A la estrella que reluce;
      Recuerdo que me seduce
      Con engaños de alegría;
      Amorosa melodía
      Vibrando de tierno llanto,
      ¿Qué dices a mi quebranto,
      Qué me quieres, quién te envía?

      Tiende su ala el pensamiento
      Buscando una sombra amiga,
      Y se rinde de fatiga
      En los mares del tormento;
      De pronto florido asiento
      Ve que en la orilla aparece,
      Y cundo ya desfallece
      Y más se acerca y le alcanza,
      Ve que su hermosa esperanza
      Es nube que desaparece.

      Rayo de sol que se adhiere
      A una gota pasajera,
      Que un punto luce hechicera
      Y al tocar la sombra muere.
      Dulce memoria que hiere
      Con los recuerdos de un cielo,
      Murmurios de un arroyuelo
      Que en inaccesible hondura
      Brinda al sediento frescura
      Con imposible consuelo,

      En inquietud, como el mar,
      Y sin dejar de sufrir,
      Ni es mi descanso dormir,
      Ni me consuela llorar.
      En vano quiero ocultar
      Lo que el pecho infeliz siente;
      Tras cada sueño aparente,
      Tras cada mentida calma,
      Hay más sombras en el alma,
      Más arrugas en la frente.

      Si bien entra este empeño
      En que tan doliente gimo
      La esperanza de un arrimo,
      De un halago en un ensueño,
      Si de mí no siendo dueño
      Sonreír grato me veis,
      Os ruego que recordéis
      Que estoy de dolor rendido...
      Pasad... dejadme dormido...
      Pasad... ¡no me despertéis!
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    La confianza del hombre
      Cuando la juventud despavorida,
      Víctima de delirios y pasiones,
      Vaga entre incertidumbre y aflicciones,
      Errante en el desierto de la vida,

      ¡Sublime religión! Le das asilo,
      Consuelas su existir desesperado,
      En tus brazos el hombre reclinado
      No teme el porvenir, duerme tranquilo.

      Cuando la tempestad sus rayos lanza,
      Tiembla el malvado al rebramar del viento,
      Mientras del justo a Dios el firme acento
      Glorifica con himnos de alabanza.

      Dulce es al hombre en su penoso duelo,
      Cuando el tormento pertinaz le aterra,
      Decir burlando a la mezquina tierra:
      "Allí es mi patria", y señalar el cielo.

      Indicadme la mano que atrevida
      El velo desgarró de lo futuro:
      ¿Quién es aquel que penetró seguro
      El misterio insondable de otra vida?

      Nadie: terrible porvenir retumba,
      Y el mortal ciego que en el mundo vive,
      El eco, y nada más, lejos percibe,
      Que vuelve desde el seno de la tumba.

      Se busca el porvenir allá en el cielo,
      Cree mirarle el mortal, a Dios insulta,
      Y al señalarle osado, le sepulta
      El lodo vil del miserable suelo.

      ¡Mísera humanidad, cuál es tu suerte!
      ¡Cuál tu destino que lo ignora el mundo!
      ¿El placer puro y el dolor profundo
      Se apagan con el soplo de la muerte?

      Como la flor cuando el invierno asoma,
      Que al frío soplo precursor del hielo,
      El tallo inclina en el humilde suelo
      Sin colores, sin vida, sin aroma?

      ¿Y aquesta alma que me anima hora,
      Jamás del linde de la tumba pasa,
      Cual gota que al caer sobre la brasa
      Tócala, y al momento se evapora?

      No, jamás; nuestra noble inteligencia
      Nunca perece, que las almas puras
      Reflejarán por siempre en las alturas
      El brillo de la augusta omnipotencia.

      ¿Qué dio el Eterno, el Padre de la vida,
      Su lumbre a sol, su animación al mundo,
      Para hacinar en él el polvo inmundo
      De nuestra humanidad envilecida?

      Tiemble al futuro el infeliz malvado,
      Cuando a la muerte atónito sucumba,
      Que no será su crimen en la tumba
      Con su asqueroso cuerpo sepultado.

      Desprecie los horrores del averno
      Y burle los misterios de la vida,
      Cesará el sueño y su alma sorprendida
      Se aterrará a la vista del Eterno.

      Y el justo, con gozo más profundo,
      Verá de gloria su alma circundada,
      Cuando en los negros centros de la nada
      Se pierda el tiempo y se desplome el mundo.
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    La inmortalidad
      (A Manuel Payno)

      La flor encantadora y delicada
      Que sobre esbelto tallo se mecía,
      La vio ufana la luz de un solo día,
      Luego desapareció.
      De ese arbusto marchito y derribado,
      Ayer tal vez hermoso y floreciente,
      Hoy arranca sus hojas el ambiente
      Que ufano le halagó.

      Y al alto muro y orgullosa torre,
      Que sola en el espacio alzó la frente,
      En silencio, del tiempo la corriente
      Del mundo arrancó ya.
      ¿Por qué, por qué insolente, hombre mezquino,
      Más débil que el arbusto y que la planta,
      En vuelo audaz soberbio te levanta
      La estéril vanidad?

      Del tiempo rapidísimo las alas,
      Sobre nubes de imperios se extendieron,
      Y se apartó la sombra, ¿do estuvieron
      Imperios y poder?
      Hombre: ¿cómo te entregas a hondo sueño,
      De la playa en la vida recostado.
      Si al más ligero viento, el mar alzado
      Tu cuerpo ha de envolver?

      Y la frágil hojilla del arbusto,
      Cuando mugen terríficos los vientos,
      Al caer en los marea turbulentos
      Mas impresión harán
      Que el golpe de cien mil generaciones,
      Por la mano del tiempo derribadas,
      En las dulces y quietas oleadas
      De la ancha eternidad.

      Un solo grano de la limpia arena
      Enturbia mas el férvido torrente,
      Que esparcido del tiempo en la corriente
      Del hombre el lodo vil.
      Héroe, monarca, arranca de tu labio
      El grito del orgullo que horroriza;
      Es igual tu ceniza a la ceniza
      Del pastor infeliz.

      Mas si destruye el tiempo de igual modo
      La frágil cuna, el lecho vacilante
      Del anciano, y el solio de diamante
      Do está la juventud;
      Y si del crimen el puñal sangriento
      Se rompe en los sepulcros igualmente
      Que la diadema nítida y fulgente
      Do está la virtud.

      Si a esta por siempre la mostró llorando,
      Y a la maldad triunfante y denodada,
      Al tocar en los bordes de la nada
      La antorcha del saber;
      ¿Qué importa que feroces me amenacen,
      Ni que lancen gemidos los humanos,
      Si yo arranco ruiseñor de sus manos
      La copa del placer?
      Esto dije mil veces, y encontraba
      Inútil la razón, la vida yerta;
      Y estéril, oscurísima, desierta
      Del hombre la mansión.
      Y yo me aborrecí cuando veía
      A mi existencia entre tiniebla adusta,
      Y no pude adorar la mano injusta
      Del que llamaban Dios.

      Y burlé a los que ilusos distinguían
      Sobre el sol, dominando el firmamento,
      El vasto solio y el sublime asiento
      De un genio de bondad.
      Yo allí con rabia distinguí un tirano,
      Que quiso sobre el mundo levantarse,
      Para ver sin estorbo aniquilarse
      La triste humanidad.
      En mi delirio horrísono exclamaba:
      Si eres padre clemente y Dios piadoso,
      Si es del hombre tormento doloroso
      Dudar su porvenir;
      Si a un solo movimiento de tu labio;
      Puede rasgarse del misterio el velo,
      Y hallar escrito en el inmenso cielo
      Su destino infeliz;

      ¿por qué te regocija nuestro llanto?
      ¿Esa noble, tu augusta Providencia,
      Al mortal le concede la existencia
      Solo para el dolor?
      Mas si de lo futuro la ignorancia
      Que renace en la tierra tu quisiste,
      ¿Para qué la razón me concediste,
      Incomprensible Dios?

      Hacia el caos diriges 1a mirada;
      Nace el sol, vive el mundo, brota el viento;
      El vasto mar refleja un firmamento
      Bañado con su luz.
      Y frívolo concedes el imperio
      Del orbe que tu nombre diviniza,
      A un ente vil que al toque pulveriza
      Del débil ataúd?

      Anhelaba mi mente hasta el letargo
      De desesperación, y jamás calma;
      Y siempre, siempre destrozada mi alma
      Por inquietud tenaz.
      El horror de la muerte me oprimía,
      El susurro del aura me aterraba,
      Y a contemplar la tumba me arrastraba
      La dudosa ansiedad.

      El horror expresando la mirada,
      Torpe el paso, débil el aliento,
      Temblando con el frío del tormento
      Al sepulcro llegué.
      Una fuerza violenta, irresistible,
      Me hizo inclinar al fondo la cabeza;
      Y gemí de terror, y con presteza
      Los párpados cerré.

      En mi quebranto pronuncié convulso
      De Dios el nombre, y súbito retumba,
      Y cruje, y se abre la terrible tumba
      Con estruendo fatal.
      Pero una luz vivísima, inefable,
      Le da paso a mi atónita mirada;
      Y mi razón encuéntrase abrumada
      En gozo celestial.

      Con júbilo indefinible
      Miré que bañó mi frente
      La luz pura, indeficiente,
      De la grande eternidad
      Vi al mortal ennoblecido
      Sobre el trono del Eterno,
      Y de un Dios sublime, tierno,
      La esplendente majestad.

      No el Dios fiero, vengativo,
      Que teme y no adora el mundo,
      Que creen que grita iracundo
      Con la tempestad atroz;

      Y que devasta los campos
      En las alas del torrente,
      Publicando el rayo ardiente
      Su omnipotencia feroz.

      Cual de luciérnaga el brillo
      En la claridad del día,
      Junto de Dios se perdía
      Nuestro refulgente sol.
      Salud, Hacedor Supremo:
      Salud, Padre de la vida,
      Como el alma enternecida
      Ora entona tu loor.
      Cuando en la tierra infeliz
      Vi la virtud desdichada,
      Pobre, envilecida, atada,
      Del crimen negro al poder;
      No pensaba en que tu mano
      La inocencia galardona,
      Que de gloria la corona
      Colocas sobre su sien.

      Ni creí que la tormenta
      Que envanece y alucina,
      En ondulación mezquina
      En el dilatado mar.

      Sordo al bramar la tormenta
      Ciego al contemplar el cielo,
      Te cubrí ¡oh Dios! con el velo
      De la lóbrega impiedad.
      Busqué criminal entonces,
      De angustia el alma agobiada,
      Entre el polvo de la nada
      El lecho de la quietud.

      Las pasiones me arrastraron;
      No hay Dios, mis labios decían,
      Y mis ojos se ofendían
      De eternidad con la luz.

      Si hubiera visto irrompibles
      De amor los queridos lazos,
      Durmiendo al hijo en los brazos
      Del afecto maternal;
      Te hubiera amado, Dios mío,
      Y tolerado mi suerte,
      Mis ojos viendo a la muerte
      Sin el llanto del pesar.
      Sólo una gota de sangre,
      O una lágrima inocente,
      Del alma del delincuente
      Nunca se logra borrar;
      Pues la incorpora la muerte,
      La lumbre de Dios la aclara,
      Y la aura copa acibara
      De aquel placer celestial.

      Pero ni al hombre insolente
      Que con su labio blasfemo
      Te ha injuriado, Ser Supremo,
      En este mundo infeliz,
      Niegas tu bondad augusta;
      El no la soporta, gime
      Con el aspecto sublime
      De una eternidad feliz.

      Aura blanda, dulces flores,
      Bastos campos, lindo cielo,
      Y un indecible consuelo
      Que disipaba el dolor;
      Yo disfruté alborozado,
      Tornó el regocijo a mi alma,
      Y una deliciosa calma
      Ocupó mi corazón.

      Millares de vastos mundos
      Giran, Señor, a tus plantas,
      Que sostienes y que encantas
      Con tu sublime bondad;
      Entre los cuales se pierden
      Nuestro mundo y nuestro orgullo,
      Cual de tórtola el arrullo
      Cuando muge el huracán.
      Mortal, mortal atrevido,
      ¿Te dará la impiedad, necio,
      Siquiera el odio, el desprecio
      De ese Omnipotente Dios?
      Piensas al lanzar blasfemias
      En tu honda mansión, perjuro,
      Que haces retemblar el muro
      Del alcázar del Criador?

      ¿Cómo penetrar pretendes,
      Contenido por ti mismo,
      En el insondable abismo
      De nuestro lóbrego ser?
      ¿Quién es el hombre, responde,
      Que así reclama insolente
      Ser émulo y confidente
      Del que prodiga el saber?

      Huyóse la ficción, y el alma mía,
      Cuando la ofusca del dolor el velo,
      Recuerda con purísimo consuelo
      Este dulce momento de alegría:

      Tal vez, tal vez momento de delirio
      Que ama mi corazón ardientemente,
      Y que cuando se aleje de mi mente
      Acaso en mi alma arraigará el martirio.
      Pero ¡oh Dios de bondad!, por él te adoro,
      Y por él , si me amaga el triste duelo,
      Grito: Soy inmortal: contemplo el cielo,
      Y recobro vigor y enjugo el lloro.
    Arriba

    Una tarde
      Comenzaba el otoño.

      El sol caía
      Como broquel de fuego tras la espalda
      Del áspera montaña.

      Una alquería

      Blanca, del cerro en la aromosa falda,
      Era mi albergue, que ceñían en torno
      Un huerto al pie y dos parras por guirnalda.

      Los que engendró en la fiebre del bochorno
      Agrios frutos la tierra, eran a octubre
      Miel sazonada y primoroso adorno.

      Como la madre en el regazo encubre
      Al hijo tierno, y con alegre risa
      Pone en sus labios la repleta ubre,

      Así naturaleza, a la indecisa
      Luz de la tarde, acarició mi frente
      Con los besos callados de la brisa.

      Y me brindó el racimo transparente
      Entre los verdes pámpanos, o el frío
      Licor que mana en la escondida fuente.

      Sentado al pie del álamo sombrío
      Cerré el poema místico de Dante
      Y abismé la mirada en el vacío.

      ¿Fue sueño?

      ¿Fue visión?

      Surgir delante
      Vi las lúgubres sombras de su Infierno,
      Símbolos tristes de la edad distante.

      Y ora dulce, ora horrible, en giro alterno
      Sonaba el canto celestial del vate
      O el gran sollozo del dolor eterno.

      Mas, como suelen, en marcial combate,
      Los corceles pasar, suelta la brida
      Y en los flancos clavado el acicate,

      Así la turba réproba en huida
      Rauda pasó y en torbellino inmenso,
      Cual paja vil, del huracán barrida.

      Entre el nublado de la noche denso
      Se perdió la angustiada muchedumbre,
      Que tuvo un punto mi ánimo suspenso.

      Luego, una blanca y apacible lumbre
      Bañó la tierra y los vecinos mares,
      Y por las breñas de la opuesta cumbre

      Vi descender hacia mis

      Pobres lares
      Dos sombras: una, de laurel ceñida,
      Y otra, nublado el rostro de pesares.

      Pararonse ante mí, y con dolorida
      Voz, la más triste de las dos, me dijo:
      -Alma gentil, para sufrir nacida,

      Tú revuelves en vano, entre el prolijo
      Curso de tu angustiado pensamiento,
      La oscura frase que al mortal dirijo

      En aquel prolongado, hondo lamento
      Que, desde el antro de la vida humana,
      Lancé en mi canto a la merced del viento.

      Yo respondí: -Si no eres sombra vana,
      Ilumina mi espíritu y la clave
      Préstame de tu ciencia soberana.

      Ella inclinó hacia tierra el rostro grave,
      Y dijo con palabra y con gemido:
      -¡Quien sabe de dolor todo lo sabe!

      El secreto en mis versos escondido,
      Es la excitada indignación, que azota
      Los vicios de mi tiempo envilecido;

      Es esa noble aspiración que brota
      Del pecho, y busca en la región serena
      De un prometido bien la luz remota.

      Es la gloria comprada con la pena;
      Es la lucha del ánima cautiva
      Que ansia volar, rompiendo su cadena.

      Yo lo tracé para que eterno viva
      El cuadro fiel de la miseria nuestra,
      Dote fatal de la maldad nativa.

      Y esos que ante tus ojos en siniestra
      Falange huyeron, del mundano vicio
      Los monstruos son, que mi canción te muestra.

      Yo hice rodar sobre su duro quicio
      Las puertas, ¡ay!, del corazón humano,
      Y me asomé temblando al precipicio.

      Y penetré en su fondo, y vi el arcano
      De la existencia terrenal, y el lloro
      De entonces quiero contener en vano.

      La avaricia cruel, sedienta de oro;
      La ira sangrienta, lívida y cobarde;
      La adulación astuta y sin decoro;

      La envidia artera; el fastuoso alarde
      Del necio orgullo; la lascivia impura,
      Que aún en las venas agotadas arde;

      El ciego azar de la ignorancia oscura
      La soberbia razón, rebelde al yugo,
      Vistiéndose el disfraz de la locura;

      El egoísmo ruin, árbol sin jugo,
      Sin frutos y sin sombra; el vil recelo,
      Sirviéndose a sí propio de verdugo;

      La falsa ciencia huérfana del cielo;
      Trémula y suspicaz la tiranía;
      La venganza, sin goce y sin consuelo;

      Pálida la menguada hipocresía,
      Haciendo, infame, su bazar del templo
      Y en los dones de Dios su granjería:

      Eso miré en su fondo, y lo contemplo
      Hoy como ayer, cual ponzoñosa yerba,
      Cual negra mancha y cual dañino ejemplo.

      Ese fue el numen que mí frase acerba
      Dictó contra mi siglo y con que azoto
      Al torpe vulgo y la ruindad proterva.

      Yo, que las puertas del Infierno he roto,
      Sé de dolor y sé lo que se esconde
      Del pecho humano en el recinto ignoto.

      Calló.

      Yo alcé la frente, y dije: -¿En dónde
      Buscar la amada paz y la alegría,
      Que al santo afán de la virtud responde?

      Ésta fue mi maestro y fue mi gula
      -Dijo la sombra, y se volvió hacia aquella
      Que el lauro de oro en la alta sien ceñía-:

      Fue la piadosa Beatriz la estrella
      Que me alumbró por el confín precito,
      Y el gran Virgilio encaminó mi huella.

      La Poesía y el Amor bendito
      Las fuentes son en donde el alma apaga
      Su abrasadora sed de lo infinito.

      Reinó el silencio, y la penumbra vaga
      Del ancho espacio esclareció un momento
      La luz de los relámpagos aciaga.

      Visión y sombras, cántico y lamento,
      Todo despareció, como llevado
      Sobre las libres ráfagas del viento.

      Pero de entonces sé que del pecado
      Redimir pueden nuestra amarga vida,
      El canto de los vates inspirado
      Y el casto amor de la mujer querida.
    Arriba