Arthur Rimbaud

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    Información biográfica

  1. Barco ebrio (Trad. de Mauricio Bacarisse)
  2. El aguinaldo de los huérfanos
  3. El ángel y el niño
  4. Las espulgadoras (Trad. de Mauricio Bacarisse)
  5. Los boquiabiertos (Trad. de Mauricio Bacarisse)
  6. Los sentados (Trad. de Mauricio Bacarisse)
  7. Oración de la tarde (Trad. de Mauricio Bacarisse)


Información biográfica
    Nombre: Jean Nicolas Arthur Rimbaud
    Lugar y fecha nacimiento: Charleville-Mézières, Francia, 20 de octubre de 1854
    Lugar y fecha defunción: Marsella, Francia, 10 de noviembre de 1891 (37 años)
    Ocupación: Escritor, poeta
    Movimiento: Simbolismo, Decadentismo, Parnasianismo

    Fuente: [Arthur Rimbaud] en Wikipedia.org
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    Barco ebrio
      (Traducción de Mauricio Bacarisse)

      Yo sentí al descender los impasibles Ríos
      Que ya no me sirgaban mis conductores rudos;
      De blanco a pieles-rojas chillones y bravíos
      Sirvieron en los postes, clavados y desnudos.

      Por las tripulaciones nunca tuve interés
      Y cuando terminó la cruel algarabía,
      A mí, barco de trigo y de algodón inglés,
      Me dejaron los Ríos ir a donde quería.

      Bogué en un cabrilleante furor de marejadas
      Más sordo e insensible que meollo de infantes
      Y las viejas Penínsulas por el mar desgajadas
      No han sufrido vaivenes más recios y triunfantes.

      La tempestad bendijo mi despertar marino.
      Diez noches he bailado más leve que un tapón
      Sobre olas que a las víctimas abrían el camino,
      Sin lamentar la necia mirada de un farón.

      Cual para el niño poma modorra, regodeo
      Fue para el agua verde este casco de pino;
      Dispersando el timón y perdiendo el arpeo
      Me lavó de inmundicias y de manchas de vino.

      Desde entonces me baña el poema del mar
      Lactascente, infundido de astros; muchas veces,
      Devorando lo azul, en él se va pasar
      Un pensativo ahogado de turbias palideces.

      Algo tiñe la azul inmensidad y delira
      En ritmos lentos, bajo el diurno resplandor.
      Más fuerte que el alcohol, más vasta que una lira
      Fermenta la amargura de las pecas de amor.

      He visto las resacas, la tormenta sonora,
      Las corrientes, las mangas -y de todo sé el nombre-;
      Cual vuelo de palomas a la exaltada aurora,
      Y alguna vez he visto lo que cree ver el hombre.

      Yo he visto al sol manchado de místicos horrores,
      Alumbrando cuajados violáceos sedimentos.
      Cual en dramas remotos los reflujos actores
      Lanzaban en un vuelo sus estremecimientos.

      Soñé en la noche verde de espuma y nieve ahita
      -En los ojos del mar, lentos besos de amor-
      Y en la circulación de la savia inaudita
      Que arrastra áureo y azul, al fósforo cantor.

      Asaltando arrecifes, un mes tras otro mes,
      Seguí a la marejada histérica y vesánica,
      Sin creer que las Marías con sus fúlgidos pies
      Cortaran el resuello a la jeta oceánica.

      ¡No sabéis... ! Di con muchas increíbles Floridas,
      Con ojos de panteras y con pieles humanas
      Mezclábanse arcos-iris, tendidos como bridas,
      Al rebaño marino de las verdosas lanas.

      He visto fermentar las enormes lagunas
      En cuyas espadañas se pudre un Leviatán
      Y he visto, con bonanza, desplomándose algunas
      Cataratas remotas que a los abismos van...

      Vi el sol de plata, el nácar del mar, el cielo ardiente,
      Horrores encallados en las pardas bahías
      Y mucha retorcida y gigante serpiente
      Cayendo de los árboles, con fragancias sombrías.

      Quisiera yo enseñar a un niño esas doradas
      De la onda azul, pescados cantores, rutilantes...
      Me bendijo la espuma al salir de las radas
      Y el inefable viento me elevó por instantes...

      Fui mártir de los polos y las zonas hastiado,
      El sollozo del mar dulcificó mi arfada;
      Con flores amarillas ventosas fui obsequiado,
      Y me quedé como una mujer arrodillada.

      Igual que una península llevaba las disputas
      Y el fimo de chillonas aves de ojos melados,
      Y mientras yo bogaba, de entre jarcias enjutas
      Bajaban a dormir, de espaldas, los ahogados.

      Y yo, barco perdido entre la cabellera
      De ensenadas, al éter echado por la racha,
      No merecí el remolque de anseáticas veleras
      Ni de los monitores, nave de agua borracha.

      Humeante, libre, ornado de neblinas violetas
      Segué el cielo rojizo con brío de segur
      Llevando -almíbar grato a los buenos poetas-
      Mis líquenes de sol y mis mocos de azur.

      Las lúnulas eléctricas me fueron recubriendo,
      Almadía, escoltada por negros hipocampos.
      Las ardientes canículas golpearon abatiendo
      En trombas, a los cielos de ultramarinos lampos.

      Yo que temblé al oír a través latitudes
      El rugir de los Behemots y los Maelstroms en celo,
      Eterno navegante de azuladas quietudes,
      Por los muelles de Europa ahora estoy sin consuelo.

      Yo vi los archipiélagos siderales que el hondo
      Y delirante cielo abren al bogador.
      ¿Te recoges tú y duermes en las noches sin fondo,
      Millón de aves de oro, venidero Vigor?

      El acre amor me ha henchido de embriagador letargo.
      Lloré mucho. Las albas son siempre lacerantes.
      Toda luna es atroz y todo sol amargo.
      ¡Que se rompa mi quilla y vaya al mar cuanto antes!

      Si yo ansío algún agua de Europa es la del charco
      Negro y frío en el cual, al caer la tarde rosa,
      En cuclillas y triste, un niño suelta un barco
      Endeble y delicado como una mariposa.

      Ya nunca más podré, olas acariciantes,
      Aventajar a otros transportes de algodón,
      Ni cruzando el orgullo de banderas flameantes
      Nadar junto a los ojos horribles de un pontón.
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    El aguinaldo de los huérfanos
      I

      El cuarto es una umbría; levemente se oye
      El bisbiseo triste y suave de dos niños.
      Sus cabezas se inclinan, llenas aún de sueños
      Bajo al blanco dosel que tiembla, al ser alzado.
      En la calle, los pájaros, se apiñan, frioleros:
      Bajo el gris de los cielos, sus alas se entumecen;
      Y envuelto en su cortejo de bruma, el Año Nuevo,
      Arrastrando los pliegues de su manto de nieves,
      Sonríe entre sollozos, y canta estremecido...

      II

      Mientras tanto, los niños, bajo el dosel flotante,
      Hablan bajito como en las noches oscuras.
      Escuchan, a lo lejos, algo como un murmullo...
      Y tiemblan al oír la voz clara y dorada
      Del timbre matinal que lanza y lanza aún
      Su estribillo metálico bajo el globo de vidrio...
      -Pero el cuarto está helado... podemos ver, tiradas
      En el suelo, las prendas de luto, en tomo al lecho:
      ¡El cierzo, áspero y crudo, gimiendo en el umbral
      Invade con su aliento mohíno la morada!
      Sentimos que algo falta, en la casa, en los niños...
      ¿Ya no existe una madre para estos pequeños,
      Una madre con risa fresca y mirada airosa?
      ¿Se ha olvidado, de noche, sola y casi dormida
      De encender esa llama que la ceniza esconde,
      De echar sobre sus cuerpos el plumón y la lana,
      Pidiéndoles perdón, antes de abandonarlos?
      ¿No ha previsto que el frío hiere la madrugada,
      Que el cierzo del invierno acecha en el umbral?
      -¡La esperanza materna es la cálida alfombra,
      Es el nido mullido, en el que los chiquillos,
      Cual pájaros hermosos que acunan el follaje
      Duermen, acurrucados, sus dulces sueños blancos!...
      -Pero este es como un nido, sin plumas, sin tibieza,
      En el que los pequeños tienen frío y no duermen,
      Miedosos, sólo un nido que el cierzo ha congelado...

      III

      Ya lo habéis comprendido: es que no tienen madre
      ¡Sin madre está el hogar! Y, ¡qué lejos el padre!...
      Una vieja criada se está ocupando de ellos;
      Y en la casona helada, los niños están solos.
      Huérfanos de cuatro años... de pronto en su cabeza
      Se despierta, riendo, un recuerdo que asciende:
      Algo como un rosario desgranado al rezar.
      -¡Mañana deslumbrante, mañana de aguinaldos!
      Cada uno, de noche, soñaba con los suyos,
      En un extraño sueño, poblado de juguetes
      Dulces vestidos de oro, joyas resplandecientes,
      Bailando en torbellinos una danza sonora,
      Bajo el dosel ocultos, y, luego, desvelados.
      Se despertaban pronto y, alegres, se marchaban,
      Con los labios golosos, frotándose los párpados,
      Y el pelo alborotado en torno a la cabeza,
      Con los ojos brillantes de los días festivos,
      Rozando con las plantas desnudas la tarima,
      A la alcoba paterna: llamaban despacito...
      ¡Entraban!... y en pijama... ¡todo eran parabienes,
      Besos como en guirnaldas y libre algarabía!

      IV

      ¡Tenían tanto encanto las palabras ya dichas!
      -Pero cómo ha cambiado la casa de otros tiempos:
      El fuego chispeaba, claro, en la chimenea,
      Alumbrando a raudales el viejo cuarto oscuro;
      Y los rojos reflejos lanzados por las llamas
      Jugaban en rodales por los muebles lacados...
      -¡Cerrado y sin su llave estaba el gran armario!
      Muchas veces, miraban la puerta parda y negra...
      ¡Sin llave!... ¿no es extraño?... y soñaban, mirando,
      En todos los misterios dormidos en su seno,
      Creyendo oír, lejano, en el ojo entreabierto,
      Un ruido hondo y confuso, como alegre susurro...
      -La alcoba de los padres, hoy está tan vacía:
      Ningún rojo reflejo brilla bajo la puerta;
      Ya no hay padres, ni fuego, ni llaves sustraídas;
      ¡Así pues, ya no hay besos ni agradables sorpresas!
      Qué triste les va a ser el día de Año Nuevo.
      -Y, absortos, mientras cae del azul de sus ojos,
      Lentamente, en silencio, una lágrima amarga,
      Murmuran: "¿Cuándo, ¡ay!, volverá nuestra madre?"

      Ahora, los pequeños duermen tan tristemente
      Que al verlos pensaríais que lloran mientras duermen,
      Con los ojos hinchados y el soplo jadeante.
      ¡Los niños pequeñitos son seres tan sensibles!
      Pero el ángel que vela junto a las cunas llega
      Para secar sus ojos, y de esta pesadilla
      Nace un alegre sueño, un sueño tan alegre
      Que sus labios cerrados piensan, al sonreír...
      -Y sueñan que, apoyados en sus brazos llenitos,
      Igual que al despertarse, adelantan su cara
      Mirando en derredor con mirar distraído,
      Creyéndose dormidos en paraísos rosas.
      Canta en la chimenea alegremente el fuego...
      Un cielo azul y hermoso entra por la ventana;
      El mundo se despierta y se embriaga de luces...
      Y la tierra, desnuda, y alegre, al revivir,
      Tiembla henchida de gozo con los besos del sol...
      Y en el caserón viejo todo es tibio y rojizo:
      Los vestidos oscuros ya no cubren en el suelo,
      El cierzo ya no grita, dormido en el umbral...
      ¡Diríase que un hada ha invadido las cosas!
      -Los niños han gritado, alegres... allí, mira...
      Junto al lecho materno, en un fulgor rosado,
      Allí, sobre la alfombra, un objeto destella...
      Son unos medallones de plata, blancos, negros,
      De nácar y azabache, con luces rutilantes:
      Son dos marquitos negros con un festón de vidrio,
      Y en letras de oro brilla un grito: "¡A nuestra madre!"
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    El ángel y el niño
      El nuevo año ha consumido ya la luz del primer día;
      Luz tan agradable para los niños, tanto tiempo esperada y tan pronto olvidada,
      Y, envuelto en sueño y risa, el niño adormecido se ha callado...
      Está acostado en su cuna de plumas; y el sonajero ruidoso calla, junto a él, en el suelo.
      Lo recuerda y tiene un sueño feliz:
      Tras los regalos de su madre, recibe los de los habitantes del cielo.
      Su boca se entreabre, sonriente, y parece que sus labios entornados invocan a Dios.
      Junto a su cabeza, un ángel aparece inclinado:
      Espía los susurros de un corazón inocente y, como colgado de su propia imagen,
      Contempla esta cara celestial: admira sus mejillas, su frente serena, los gozos de su alma,
      Esta flor que no ha tocado el mediodía:
      "¡Niño que a mí te pareces, vente al cielo conmigo! Entra en la morada divina;
      Habita el palacio que has visto en tu sueño;
      ¡Eres digno! ¡Que la tierra no se quede ya con un hijo del cielo!
      Aquí abajo, no podemos fiarnos de nadie; los mortales no acarician nunca con dicha sincera;
      Incluso del olor de la flor brota un algo amargo;
      Y los corazones agitados sólo gozan de alegrías tristes;
      Nunca la alegría reconforta sin nubes y una lágrima luce en la risa que duda.
      ¿Acaso tu frente pura tiene que ajarse en esta vida amarga, las preocupaciones turbar los llantos de tus ojos color cielo y la sombra del ciprés dispersar las rosas de tu cara?
      ¡No ocurrirá! Te llevaré conmigo a las tierras celestes,
      Para que unas tu voz al concierto de los habitantes del cielo.
      Velarás por los hombres que se han quedado aquí abajo.
      ¡Vamos! Una Divinidad rompe los lazos que te atan a la vida.
      ¡Y que tu madre no se vele con lúgubre luto;
      Que no mire tu féretro con ojos diferentes de los que miraban tu cuna;
      Que abandone el entrecejo triste y que tus funerales no entristezcan su cara,
      Sino que lance azucenas a brazadas,
      Pues para un ser puro su último día es el más bello!"

      De pronto acerca, leve, su ala a la boca rosada...
      Y lo siega, sin que se entere, acogiendo en sus alas azul cielo el alma del niño,
      Llevándolo a las altas regiones, con un blando aleteo.

      Ahora, el lecho guarda sólo unos miembros empalidecidos, en los que aún hay belleza,
      Pero ya no hay un hálito que los alimente y les dé vida.
      Murió... Mas en sus labios, que los besos perfuman aún, se muere la risa,
      Y ronda el nombre de su madre;
      Y según se muere, se acuerda de los regalos del año que nace.
      Se diría que sus ojos se cierran, pesados, con un sueño tranquilo.
      Pero este sueño, más que nuevo honor de un mortal,
      Rodea su frente de una luz celeste desconocida,
      Atestiguando que ya no es hijo de la tierra, sino criatura del Cielo.
      ¡Oh, con qué lágrimas la madre llora a su muerto!
      ¡Cómo inunda el querido sepulcro con el llanto que mana!
      Mas, cada vez que cierra los ojos para un dulce sueño,
      Le aparece, en el umbral rosa del cielo, un ángel pequeñito que disfruta llamando a la dulce madre que sonríe al que sonríe.
      De pronto, resbalando en el aire, en torno a la madre extrañada, revolotea con sus alas de nieve,
      Y a sus labios delicados une sus labios divinos.
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    Las espulgadoras
      (Traducción de Mauricio Bacarisse)

      Cuando la infantil frente en su roja tormenta
      Implora el blanco enjambre de los sueños borrosos,
      Sus dos hermanas llegan y cada una ostenta
      Las uñas argentinas de sus dedos graciosos.

      Sientan al niño enfrente de una ventana abierta,
      Al aire azul que baña las abundantes flores
      Y por su pelamesa de rocío cubierta
      Pasan sus dedos crueles, finos, encantadores.

      Y sus respiraciones furiosas y furtivas
      Con la miel de sus rosas le rozan sin cesar.
      Solamente su soplo interrumpen salivas
      Chupadas por los labios o ganas de besar.

      De las negras pestañas escucha las cadencias
      En las pausas fragantes y, eléctricos y flojos,
      Siente que dan los dedos con grises indolencias
      Entre las regias uñas la muerte a los piojos.

      Da el vino de la dulce Pereza su delicia
      Con acordes de harmónica que puede delirar
      Y el niño siente, al lento compás de la caricia,
      Cómo nacen y mueren las ganas de llorar.
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    Los boquiabiertos
      (Traducción de Mauricio Bacarisse)

      Niños mendigos. Ha nevado.
      Al tragaluz iluminado
      Los pobres van

      Porque les trae al retortero
      El ver cómo hace el panadero
      El rubio pan.

      Miran la masa gris en torno
      Del brazo blanco que del horno
      Es auxiliar.

      El panadero el buen pan cuece,
      La sonrisa en su boca mece
      Algún cantar.

      Apretaditos, ni uno alienta
      Junto al ventano que calienta
      Como un regazo.

      Cuando al hacer una ensaimada
      Saca el pan áureo de la hornada
      El fuerte brazo,

      Cuando al cobijo del ahumado
      Techo, el cuscurro perfumado
      Canta muy bajo

      Y a ellos les llega la vaharada
      Está su alma deslumbrada
      Bajo el andrajo.

      Sienten que aquello da la vida
      Bajo la escarcha a su aterida
      Faz de angelotes;

      Sus hociquitos como rosas
      Entre las rejas dicen cosas
      A los barrotes.

      Y tanto rezan sus plegarias
      Al entrever las luminarias
      Del cielo abierto,

      Que desgarran sus pantalones
      Y hace que tiemblen sus faldones
      El aire yerto.
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    Los sentados
      (Traducción de Mauricio Bacarisse)

      Picados de viruelas, cubiertos de verrugas,
      Con sus verdes ojeras, sus dedos sarmentosos,
      La coronilla ornada de costras y de arrugas
      Cual las eflorescencias de los muros ruinosos.

      En idilio epiléptico han logrado injertar
      Su osamenta a los grandes esqueletos oscuros
      De las sillas; ni un día han podido apartar
      Los pies de los barrotes raquíticos y duros.

      Con el temblor doliente de sapos que tiritan,
      Los vejetes están al asiento trenzados,
      Junto al balcón en donde las nieves se marchitan
      O entra el sol que los pone tan apergaminados.

      Y con ellos los sórdidos sillones condescienden;
      Cede la paja sucia cuando alguno se sienta;
      Las almas de los idos días de sol se encienden
      En las trenzas de espigas donde el grano fermenta.

      Y sus dedos pianistas van ensayando a solas,
      Debajo del asiento, redobles de tambor,
      Mientras oyen gotear las tristes barcarolas
      Y sus chollas oscilan con balances de amor.

      ¡No hagáis que se levanten! Sucede algo espantoso;
      Se yerguen y enfurruñan cual gatos acosados,
      Y entreabre sus omóplatos el berrinche rabioso
      Que infla sus pantalones con frunces ahuecados.

      En la paredes dan con sus cabezas mondas
      Y arrastran los torcidos monstruosos piececillos.
      Llevan unos botones como pupilas hondas
      Que fascinan las nuestras en los negros pasillos.

      Invisible, su mano se complace, homicida.
      Se filtra en su mirada el veneno feroz
      De los ojos pacientes de la perra tundida,
      Y trasudamos, víctimas en el aprieto atroz.

      Se vuelven a sentar; con los puños crispados
      Piensan en los que llegan y el reposo les quitan,
      Y bajo los mentones secos y desmedrados
      Los racimos de amígdalas se inflaman y se agitan.

      Y al cerrar sus viseras el austero letargo,
      En el ensueño abrasan sillas embarazadas
      Y ven proles o crías de asientos a lo largo
      De mesas de despacho por ellas rodeadas.

      Flores de tinta escupen comas igual que células
      De polen, y los mecen tiernas y acurrucadas,
      Cual fila de gladiolos a un vuelo de libélulas
      -Y excitanles espigas aristadas.
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    Oración de la tarde
      (Traducción de Mauricio Bacarisse)

      Como a un ángel que afeitan, vivo siempre sentado,
      Empuñando algún vaso de profundas estrías;
      Doblado el hipogastrio, miro cómo han zarpado
      Del puerto de mi pipa tenues escampavías...

      Cual cálida inmundicia que un palomar ha hollado,
      Me abrasan dulcemente múltiples fantasías
      Y es mi corazón triste, árbol ensangrentado
      Por los jaldes resinas doradas y sombrías.

      Cuando agoto mis sueños de bebedor asiduo
      De cuarenta cuartillos, sin ningún sobresalto
      Me recojo y expulso el ácido residuo.

      Tierno como el Señor del cedro y los hisopos,
      Meo hacia el cielo oscuro, muy lejos y muy alto,
      Con venia y beneplácito de los heliotropos.
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