John Milton - El paraíso perdido. Libro I

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    Información biográfica

  1. El paraíso perdido: Libro I (Trad. de Aníbal Galindo, 1868)


Información biográfica
    Nombre: John Milton
    Lugar y fecha nacimiento: Cheapside, Londres, Inglaterra, 9 de diciembre de 1608
    Lugar y fecha defunción: Bunhill, Londres, Inglaterra, 8 de noviembre de 1674 (65 años)
    Ocupación: Escritor, ensayista, poeta

    Su obra más notable es "Paradise Lost" ("El paraíso perdido"), obra que compuso completamente ciego. Por las noches componía los versos en su cabeza, y por las mañanas se los dictaba a sus asistentes.

    Paradise Lost se publico en diez libros en 1667 y fue ampliado en 1668, siendo un éxito desde el primer momento.

    Fuente: [John Milton] en Wikipedia.org
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El paraíso perdido: Libro I
    (Traducción de Aníbal Galindo, publicado en marzo de 1868)

    Canta musa celeste la primera desobediencia del hombre, y el fruto de aquel árbol prohibido cuyo gusto mortal trajo la muerte al mundo y todo nuestro infortunio con la pérdida del Edén, hasta que un hombre superior nos lo restituí, reconquistando la mansión beatífica. Tú, que en la escondida cima del Oreb o del Sinaí inspiraste a aquel pastor que primero enseñó a la raza escogida como en el principio el cielo y la tierra se levantaron del caos: o si más te deleitan la colina de Sión y el arroyo de Siloa que rápido corría junto al oráculo de Dios, allí invoco tu ayuda para mi canto atrevido, que no de un vuelo sosegado intenta levantarse sobre el monte Aonian, ahora que emprende cosas que nadie ha intentado cantar aún, en prosa ni en verso.

    Y principalmente tú ¡oh Espíritu! que prefieres a todos los templos el corazón recto y puro, instrúyeme porque tú lo sabes: tú, desde el principio te hallaste presente, y con poderosas alas extendidas, como las de una paloma, te sentaste engendrando sobre el vasto abismo y lo fecundaste: lo que en mí está oscuro, ilumínalo: lo que está abatido, elévalo y sostenlo, para que desde la altura de este poderoso argumento pueda yo afirmar la eterna Providencia y justificar los caminos de Dios para con los hombres.

    Di en primer lugar por qué ni el cielo ni la profunda sima del infierno ocultan nada a tu vista, di qué causa movió a nuestros primeros padres, en su feliz estado, tan altamente favorecidos del cielo, a separarse de su Creador quebrantando su voluntad, por una sola restricción, señores del mundo en lo demás. Di quién los arrastró a aquella loca rebelión. La serpiente infernal: ella, cuya astucia inflamaban la envidia y la venganza, fue la que sedujo a la madre del género humano, después que su orgullo la había arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes; con cuya ayuda aspirando a elevarse en gloria sobre sus iguales, creyó igualarse al Altísimo, si el Altísimo se le oponía, y con ambicioso intento levantó en el cielo impía guerra contra el trono y el reino de Dios, y orgulloso batalló con loco intento.

    Pero el Soberano Poder lo precipitó de cabeza, ardiendo desde la bóveda etérea, en espantosa combustión y ruina, hasta el abismo de una perdición sin fin, para que yaciera allí entre cadenas adamantinas y fuego eterno el que se había atrevido a medir su poder con el Omnipotente. Vencido quedó, rodando con su horrible turba en el abismo encendido, nueve veces el espacio que mide el día y la noche a los mortales: confundido pero inmortal, porque su destino lo reservaba para cólera mayor, pues ahora, tanto el recuerdo de la felicidad perdida como el de la pena eterna lo devoran. Pasea alrededor sus ojos extraviados que atestiguan inmenso desaliento y aflicción, unidos a un orgullo indomable y a un odio endurecido.

    De un solo golpe, y tan lejos como la mirada del ángel penetra, descubre la tristísima región desierta y desolada: un calabozo horrible, por todas partes como una inmensa fragua encendida; pero aquellas llamas no proyectaban luz, sino más bien una oscuridad visible que servía únicamente para descubrir escenas de dolor, regiones de tormento: sombras tenebrosas donde la paz y el descanso nunca habitan, donde la esperanza nunca viene, la esperanza que viene a todas partes; pero un tormento eterno los persigue, y un diluvio de fuego sulfuroso que arde sin cesar, sin consumirse.

    Tal es el lugar que la justicia eterna había preparado para los rebeldes: aquí su prisión ordenó en las tinieblas exteriores, y su porción colocó tan distante de Dios y de la luz del cielo, como tres veces la distancia que separa el centro de la creación del más remoto polo. ¡Oh cuán distinto del lugar donde cayeron!

    Pronto descubriré allí a los compañeros de su caída sepultados entre las corrientes y los torbellinos de una tempestad de fuego, y revolcándose a su lado el que fue su segundo en el poder y en el crimen, conocido mucho tiempo después en Palestina con el nombre de Belzebú, a quien el Archi-Enemigo, por eso llamado en el cielo Satán, se dirige rompiendo silencio con atrevidas palabras.

    Si eres tú aquel -pero ¡oh cuan degradado, cuan distinto de aquel que en las regiones felices de la luz, envuelto en trascendente brillantez eclipsaba a millares de espíritus también resplandecientes! Si eres tú aquel a quien mutua liga, unos mismos pensamientos y unos mismos consejos, igual esperanza y peligro en la gloriosa empresa te unieron a mí en otro tiempo, ahora la miseria nos ha unido en igual ruina. Tú ves de qué altura y hasta qué abismo hemos caído. Tanto más poderoso se mostró él con sus rayos. Y hasta entonces, ¿quien conocía la fuerza de aquella arma terrible? Pero a despecho de ella, y de todo lo que el potente Vencedor pueda infligirme en su cólera, no me arrepiento, ni cambio, aunque cambiado en lustre exterior, esta mente inflexible, ni el supremo rencor por el sentimiento del mérito injuriado que me levantó a combatir contra el Todo-Poderoso, y que a fiera contienda arrastró innumerable ejército de espíritus armados que se atrevieron a despreciar su dominación, y que prefiriéndome a mí a su poder soberano, contrario poder opusieron en dudosa batalla en los campos del cielo y conmovieron su trono.

    ¿Qué importa que el campo esté perdido? Todo no está perdido: quedan la indomable voluntad, el estudio de la venganza, el odio inmortal, el valor que no cede, que no se somete nunca, y lo que es más, que nunca será subyugado. Jamás, ni su cólera ni su poder arrancarán de mí esta gloria. ¡Abatirse y con rodilla suplicante implorar gracia! ¡Deificar su poder, el que hace poco con el terror de este brazo hizo dudar de su imperio! Eso sería bajo en verdad; eso sería una ignominia y una vergüenza más vil aún que esta caída. Puesto que por el destino, la fuerza de los Dioses y esta sustancia empírea no pueden perecer, con la experiencia de este gran acontecimiento que no ha empeorado nuestras armas, y que tanto nos ha hecho ganar en previsión, resolvamos con más próspera esperanza, proseguir por la fuerza o por la astucia, guerra eterna, irreconciliable contra nuestro poderoso enemigo, que ahora triunfa y en el exceso de su dicha mantiene reinando sólo la tiranía del cielo."

    Así habló el Ángel Apóstata aunque lleno de dolor con arrogante jactancia, pero destrozado por profunda desesperación y, sin detenerse, su atrevido compañero así le contestó.

    Oh príncipe, oh jefe de tantos regios poderes, que condujiste bajo tus órdenes las columnas de serafines a la guerra y que, con terribles hazañas, intrépido pusiste en peligro al rey perpetuo del cielo y trajiste a prueba su alta supremacía, sea que la derive de la fuerza, del acaso o del destino. Demasiado veo y pondero el espantoso suceso que nos ha hecho perder el cielo con triste degradación y vergonzosa derrota, y que mantiene así abatida a esta poderosa falange en horrible asolamiento, hasta donde los Dioses y las esencias celestiales pueden perecer: porque la mente y el espíritu permanecen invencibles; y pronto vuelve el vigor, aunque toda nuestra gloria se haya extinguido y nuestra antigua feliz condición esté devorada aquí por una miseria sin fin. ¿De qué sirve que nuestro conquistador, a quien por fuerza reconozco Todo-Poderoso, puesto que nada menos que eso era preciso para rechazar una fuerza como la nuestra, de qué sirve que nos haya dejado nuestro espíritu y nuestro vigor intactos, fuertes para sufrir y soportar nuestras penas, a fin de que bastemos a su ira vengativa, o para que podamos servirle mejor como sus esclavos por el derecho de la guerra, a medida de sus necesidades, trabajando en el fuego, aquí en el corazón del infierno, o conduciendo sus mensajes por el tenebroso abismo? ¿De qué nos servirá el que sintamos aún intacta nuestra fuerza y nuestro ser eternal, para sufrir castigo eterno?"

    "Caído Querubín, le contestó en Archi-Enemigo sin tardanza, miserable es la condición del débil sea para obrar o para sufrir; pero estad seguro de que hacer el menor bien no será nunca nuestra tarea, sino hacer siempre el mal nuestra única delicia por ser lo contrario a la alta voluntad de aquel a quien resistimos. Y si entonces su providencia tratase de derivar el bien de nuestro mal, nuestra labor deberá ser pervertir ese fin, y encontrar todavía medios para el mal en el bien mismo, lo que frecuentemente podremos conseguir, y así quizás, si no me engaño, le contristaremos, desviando sus más profundos pensamientos de su fin determinado.

    "¡Pero mira!, el airado vencedor ha llamado a las puertas del cielo sus ministros de venganza y persecución: la lluvia sulfurosa lanzada sobre nosotros en la pasada tormenta abate la onda de fuego que desde el precipicio del cielo nos recibió al caer, y el trueno alado del rojo relámpago y de impetuoso furor ha gastado sus dardos, y cesa ya de mugir por el vasto, ilimitado abismo. No dejemos pasar la ocasión que nos abandona el desdén o la cólera saciada de nuestro enemigo. ¿Ves allá a lo lejos aquella árida llanura, desierta y salvaje, el asiento de la desolación, desprovista de luz, excepto la que el reflejo de estas lívidas llamas proyectan pálida y tenebrosa?

    Dirijámonos allá para escapar al sacudimiento de estas olas de fuego. Allá descansaremos, si algún descanso puede albergarse allí, y volviendo a reunir nuestras legiones afligidas, consultaremos cómo podremos en adelante ofender más a nuestro enemigo, cómo reparar nuestra pérdida, cómo dominar esta espantosa calamidad, qué vigor podemos derivar de la esperanza o qué valor de la desesperación".

    Así habló Satanás a su más inmediato compañero con la cabeza levantando sobre las olas y los ojos que chispeando centelleaban: las otras partes de su cuerpo sumergidas en el lago, extendido a lo largo y a lo ancho ocupaban flotando un gran espacio. Tan enorme en corpulencia como aquel a quien la fábula llama Titán o hijo de la Tierra que hizo la guerra a Júpiter, Briareo o Typhón cuya caverna se abría cerca del antiguo Tarso, o como aquella bestia marina Leviathán, la más corpulenta de todas las criaturas de Dios que nadan en las aguas del Océano. Con frecuencia acontece como los marinos refieren, que el piloto de algún pequeño esquife extraviado en la oscuridad de la noche, encuentra al monstruo que duerme casualmente sobre la espuma de los mares Norveguianos y, tomándolo por una isla, arroja el áncora sobre su concha escabrosa y se amarra a sotavento por su costado, mientras que las tinieblas cubren el Océano y la ansiada mañana se hace esperar.

    Así permanecía extendido, inmenso en magnitud y encadenado sobre el lago ardiendo el Enemigo. Jamás habría podido alzarse de allí ni levantar la cabeza, si la voluntad y la alta permisión del que todo lo gobierna en el cielo no lo hubieran dejado en libertad para sus tenebrosos designios, a fin de que con reiterados crímenes amontonase sobre sí la perdición buscando el mal de los otros, y para que viese colérico, cómo toda su malicia servía únicamente para traer infinita bondad, gracia y misericordia derramadas sobre el hombre por él seducido, y descargarse sobre él triple confusión, cólera y venganza.

    De repente el Arcángel se alza de pie sobre el lago con su colosal estatura. Con ambas manos arroja hacia atrás las llamas que sesgan sus agudas saetas y corren en ondas dejando en medio un horrible valle: entonces, con alas desplegadas emprende su vuelo alzándose con dificultad en aquella atmósfera oscura que siente su peso extraordinario, hasta que se abate sobre la tierra firme, si era tierra lo que allí ardía en fuego sólido, como el lago en fuego líquido. Tal color presentaba aquella materia como cuando la fuerza de un torbellino subterráneo lanza una colina arrancada del Pelóro o de los flancos despedazados del tormentoso Etna, cuyas entrañas preñadas de combustible vuelan inflamadas con la energía mineral y la ayuda de los vientos, dejando una concavidad carbonizada, envuelta en humo y pestilencia. Tal fue el paradero que encontró la planta del maldito. Seguíalo su inmediato compañero gloriándose ambos por haber escapado a las corrientes Estigias, como Dioses por su propia virtud recuperada, y no por la permisión del Soberano Poder.

    "¿Es esta la región, este el suelo, el clima, exclama entonces el perdido Arcángel, este el asiento que debemos cambiar por el cielo?, ¿esta lúgubre oscuridad por aquella luz celestial? Sea, desde que él, ahora soberano, puede disponer y decidir de la justicia. Mejor, mientras más distantes estemos de aquel a quien la razón hizo igual y la fuerza ha hecho superior sobre sus iguales. ¡Adiós, campos felices donde la dicha se alberga eternamente! ¿Salud, horrores salud mundo de los condenados! Y tú profundo infierno recibe a tu nuevo poseedor, que trae un pensamiento que ni el lugar ni el tiempo cambiarán. El espíritu es su propio asilo: él puede por sí solo hacer del cielo infierno: del infierno cielo. ¿Qué importa, pues, si aún permanezco el mismo y lo que debo ser? ¡Todo, únicamente inferior a aquel a quien el rayo ha hecho superior! Aquí al menos seremos libres: el Todo-Poderoso no ha creado esto para envidiarlo; no nos arrojará de aquí; aquí reinaremos seguros y, a mi juicio, reinar es digno de ambición aunque sea en el infierno. Mejor reinar en el infierno que obedecer en el cielo.

    "Mas, ¿por qué dejamos a nuestros fieles compañeros, a los asociados y partícipes de nuestra pérdida yacer así estupefactos en el lago del olvido? ¿Por qué no los llamáos a participar con nosotros de esta infeliz mansión, o para probar una vez más, juntando de nuevo nuestras armas, si queda aún algo que ganar en el cielo o algo más que perder en el infierno?

    "Caudillo de aquellos brillantes ejércitos que sólo el Omnipresente habría podido vencer!, le contestó Belzebú - si ellos oyen de nuevo esta voz, la prenda más viva de su esperanza en los temores y en los peligros, voz tan frecuentemente oída en los peores conflictos, cuando rugía en el extremo decisivo de la batalla, y la señal más segura en todos los combates, tus huestes recobrarán pronto nuevo valor, y revivirán, aunque yacen ahora humilladas y gimiendo en aquel lago de fuego, como hace poco nosotros espantados y temblando: ¡no hay por qué admirarse, caídas de tan horrorosa altura!

    Apenas había acabado, cuando el Grande Enemigo estaba moviéndose hacia la ribera. Atrás echa el ponderoso escudo de temple etéreo, macizo, pesado y redondo: su ancha circunferencia cuelga de sus hombros, como la luna cuya órbita observa por la noche, a través de sus vidrios ópticos el astrónomo de Toscana, desde la cima de Piesólo o en el Váldarno, para descubrir nuevas tierras, ríos y montañas en las manchas de su disco. Marchaba sobre aquella marga inflamada apoyando los vacilantes pasos en su lanza, comparada con cuál sería como un tallo el pino más alto arrancado de las montañas de Noruega, para servir de mástil en un gran navío almirante. No eran así los pasos con que volaba en el azul del cielo. Además la cálida atmósfera, bóveda de fuego lo hiere intensamente; pero la soporta hasta que llega a la orilla de aquel mar inflamado: de allí llama a sus legiones, formas angélicas, que yacen estupefactas, amontonadas como las hojas de otoño que cubren los arroyos de Valhumbrosa, donde los sombríos etruscos se levantan en enramadas de elevados arcos, o como flotan las dispersas espadañas cuando Orión armado de impetuosos vientos bate las costas del mar Rojo, cuyas olas devoraron a Busiris y a la caballería de Memphis, cuando con pérfido odio persiguió a los extranjeros de Gessen, que vieron desde la salva opuesta orilla, flotar armazones y las despedazadas ruedas de sus carros: así yacían en desparramada multitud, abyecta y perdida estas legiones cubriendo el lago en la estupefacción de su espantoso cambio.

    Satanás llamó tan recio que el cóncavo profundo del abismo retembló.

    "¡Príncipes, potentados, guerreros, la flor del cielo, antes nuestro, ahora perdido! ¿Puede semejante estupor apoderarse de espíritus inmortales?, ¿o habéis escogido este lugar después de las fatigas de la batalla para reposar vuestro valor fatigado?, ¿tan cómodo os parece dormir aquí como en los valles del cielo?, ¿o habéis jurado adorar en esa abyecta postura al conquistador, que ahora contempla querubines y serafines rodando en el abismo con sus armas e insignias despedazadas, hasta que sus veloces perseguidores descubran pronto desde las puertas del cielo esta ventaja; y descendiendo nos aplasten así languidecientes, o con una cadena de rayos nos sumerjan en el fondo de este abismo? Despertad, levantaos, o quedad para siempre caídos".

    Oyeronlo y se avergonzaron, y se alzaron sobre sus alas como centinelas que el deber acostumbra a velar, sorprendidos durmiendo por aquel que temen, cuando se levantan y se ponen en facción sin estar bien despiertos. No era que no comprendiesen la desastrosa condición en que se encontraban, ni que no sintiesen sus horribles tormentos. Sin embargo, a la voz de su general pronto obedecen, innumerables.

    Veíanse tan numerosos estos malos ángeles, abatiendo sus alas bajo la bóveda del infierno, entre las llamas superiores, inferiores y circunvalantes, como la negra nube de langostas arremolinadas por el viento de Oriente, que cayó como la noche sobre el reino del impío Pharaon y oscureció toda la tierra del Nilo, llamada en los malos días del Egipto por la poderosa vara que el hijo de Aaron blandió sobre su costa; hasta que a una señal dada, con la lanza de su gran sultán que él blande en alto para dirigir su marcha, todos de un movimiento igual se aplanan para hacer pie sobre el fondo del azufre sólido, y cubren la llanura. Una multitud tal como no la derramó nunca el poderoso Norte de sus heladas entrañas para pasar el Rin o el Danubio, cuando sus bárbaros hijos cayeron como un diluvio sobre el Sur y se extendieron desde Gibraltar hasta las arenas de la Libia. Al punto de cada escuadrón y de cada banda los jefes y conductores se apresuran al lugar donde está su gran candillo. Semejantes a los Dioses por la estatura y por las formas, aventajando a todos los poderes y a todas las dignidades regias de la tierra, los que otra vez se sentaron sobre tronos en el cielo, aunque de sus nombres no se encuentra ahora recuerdo en los fastos celestiales, rayados y borrados por su rebelión del libro de la vida. Tampoco habían tomado aún sus nuevos nombres entre los hijos de Eva, hasta que vagando sobre la tierra por la alta permisión de Dios para la enseñanza del hombre, indujeron a la mayor parte del género humano con falsedades y mentiras a abandonar a Dios su Creador, y frecuentemente a transformar la invisible gloria del que los hizo, en la imagen de un bruto reverenciado con religiones suntuosas llenas de pompa y de oro, y a adorar a los demonios por deidades. Entonces fueron conocidos de los hombres con varios nombres y por varios ídolos del mundo pagano.

    Di musa los nombres que después se dieron: quién fue el primero, quién fue el último que se levantó del letargo de aquel lecho de fuego al llamamiento de su gran emperador; cuáles como más allegados en mérito vinieron uno en pos de otro a la desnuda playa en que él permanecía, mientras que la promiscua turba se mantenía aún distante.

    Aquellos jefes fueron los que salidos del fondo del infierno, vagando por la tierra en busca de su presa, se atrevieron mucho tiempo después a establecer su mansión junto a la mansión de Dios, sus altares junto a su altar, Dioses adorados entre todas las naciones; los que tuvieron la audacia de instalarse cerca de Jehová, que tronaba sobre Sión entronizado entre los querubines: más todavía, los que frecuentemente colocaron dentro de su santuario mismo sus abominables altares, y con prácticas sacrílegas profanaron sus ritos sagrados y sus fiestas solemnes, y se atrevieron a afrontar su luz con sus tinieblas.

    El primero de todos, Molóch, monstruoso rey salpicado de la sangre de sacrificios humanos y las lágrimas de las madres, bien que el ruido atronador de sus tambores y timbales no deje oír los gritos de sus hijos que pasan por medio del fuego hacia el horrendo ídolo. Adoraronle los Amonitas en Rabbá y en la llanura que riegan sus aguas, en Argob y en Basan hasta las fuentes más retirada del Arnon. No contento con tan audaz vasallaje, indujo por el fraude el corazón del sapientísimo Salomón a que le levantase su templo enfrente del templo de Dios, sobre la colina del Oprobio, e hizo del placentero valle de Hinnon su boscaje sagrado, llamado por esta profanación Tophét y el negro Gehenna tipo del infierno.

    Llegó enseguida Chémos, el obsceno terror de los hijos de Moab, desde Aroar hasta Nebo y el desierto más meridional de Abarim, en Hesebon y en Horonaim reino de Seon, más allá del frondoso valle de Sibma cubierto de viñas, y en Elealé hasta el Lago Aspháltico. Peor por otro nombre, cuando indujo a los israelitas en Setim, en su marcha del Nilo a reverenciarlo con ritos lúbricos que tantas desgracias les atrajeron. Desde allí extendió sus orgías impúdicas hasta la colina del Escándalo, junto a la morada del homicida Moloch -el Odio junto a la concupiscencia- hasta que el piadoso Josías los arrojó de allí al infierno.

    Con estos vinieron aquellos que desde las márgenes del antiguo Eufrates, hasta el torrente que separa el Egipto de la tierra de Siria, tuvieron nombres generales de Baal y Astaróth, masculino aquel, este femenino; porque los espíritus, cuando les place, pueden asumir uno u otro sexo, o ambos, tan sutil y tan simple es su pura esencia, que no está ligada ni encadenada por articulaciones ni miembros, ni fundada sobre la frágil fuerza de los huesos como la torpe carne; sino que en cualquiera forma que escojan, dilatándose o condensándose, luminosa u oscura, pueden ejecutar sus impalpables proyectos y cumplir obras de amor o de odio. En pos de estas divinidades los hijos de Israel abandonaron frecuentemente al que constituía su fuerza viviente; y dejaron desiertos sus legítimos altares, prosternándose vergonzosamente ante Dioses bestiales, en castigo de lo cual tan abatidas así se vieron sus cabezas en las batallas, doblegadas ante la espada de despreciables enemigos.

    Con estas divinidades vino en tropel Astoréth, a quien los fenicios llamaron Astarte, reina del cielo, con cuernos de media luna, a cuya brillante imagen ofrecían por la noche, a la luz de aquel astro, sus votos y sus cánticos las vírgenes de Sidon. También fue adorada en Sión, donde tuvo su templo sobre la montaña de la Iniquidad, edificado por aquel rey de tantas esposas, cuyo corazón aunque grande, seducido por hermosas idólatras cayó delante de ídolos infames.

    Thammúz vino enseguida, aquel cuya herida atraía anualmente en el Líbano a las doncellas sirias, a lamentar la suerte del Dios en amorosas cánticas, durante todo un día de verano, mientras que el manso Adonis escapándose de sus rocas nativas, rojo corría hacia el mar, con la supuesta sangre que vertía la herida anual del Dios. Esta historia amorosa enardeció con su fuego a las hijas de Siom, cuyas voluptuosas pasiones Exequiel en el sagrado pórtico, cuando conducido por la visión sus ojos recorrieron las negras idolatrías de la infiel Judá.

    Vino después aquel que tan amargas lágrimas vertió cuando el arca cautiva mutiló su ídolo bestial, arrancándole la cabeza y las manos sobre el umbral de la puerta de su propio templo, donde cayó a plomo y fue la vergüenza de sus propios adoradores. Dagon su nombre, monstruo marino, su parte superior como hombre, su inferior en forma de pez; y sin embargo tuvo su alto templo levantado en Azot, temido de toda la costa de Palestina, en Gath, en Ascalon, en Accaron y hasta las extremidades de la frontera de Gaza.

    Siguiole Rimmon, cuya deliciosa mansión fue la encantadora Damasco, sobre las fértiles márgenes de Abbaná y Pharphár, arroyos cristalinos. Este también fue atrevido contra la casa de Dios: perdió a un leproso y gabó a un rey -Aház su estúpido conquistador- a quien arrastró a profanar el altar de Dios, colocando en su lugar uno del culto sirio, en donde quemaba sus odiosas ofrendas y adoraba a los Dioses mismos que había vencido.

    Después de estos apareció una turba que bajo denominaciones de antiguo renombre, Osiris, Isis, Orus y su séquito, abusaron con hechiceras y formas monstruosas del fanático Egipto y de sus sacerdotes, que buscaban sus divinidades errantes bajo formas bestiales más bien que humanas.

    Ni la misma Israel escapó al contagio, cuando con oro prestado formó el becerro en el Oreb y cuando el rey rebelde redobló aquel pecado en Bethel y en Dan comparando a su Hacedor al buey apacentado; aquel Jehová que en una sola noche cuando venían huyendo de Egipto, anonadó de un solo golpe a sus primogénitos y a sus Dioses velantes.

    Belial se acercó el último: espíritu más impuro nunca cayó del cielo, ni más impúdico para amar el vicio por el vicio mismo. Para él no se edificaron templos ni se encendieron altares: sin embargo, ¿quién más que él reina en templos y en altares cuando el sacerdote se vuelve ateo como los hijos de Elí, que llenaron de violencia la casa de Dios? Reina también en las cortes y en los palacios, y en esas ciudades disolutas, donde el ruido de las saturnales, de la iniquidad y del delito se alza sobre sus torres más elevadas. Cuando la noche oscurece sus calles, se derraman los hijos de Belial repletos de impudicia y de vino: testigos las calles de Sodoma y aquella noche en Gabaa cuando el asilo hospitalario abandonó a una matrona para evitar un rapto más criminal.

    Estos fueron los primeros en rango y en poder - Sería largo enumerar el resto, aunque muy renombrados, Dioses de Jonia reverenciados como tales por la posteridad de Jaban, aunque reconocidos como posteriores al Cielo y a la Tierra sus decantados padres. Titán, el primogénito del Cielo, cuya larga descendencia y derecho de primogenitura fueron usurpados por Saturno, su hermano menor, quien a su vez fue tratado del mismo modo por el más poderoso Júpiter, su hijo e hijo de Rhea: así reinó Júpiter usurpador.
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