Thomas Gray

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    Información biográfica

  1. El cementerio de la aldea (Trad. de Miguel Antonio Caro)


Información biográfica

    Nombre: Thomas Gray
    Lugar y fecha nacimiento: Londres, Inglaterra, 26 de diciembre de 1716
    Lugar y fecha defunción: Cambridge, Inglaterra, 30 de julio de 1771 (54 años)
    Ocupación: Profesor de historia, erudito, poeta

    Fuente: [Thomas Gray] en Wikipedia.org
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    El cementerio de la aldea
      (Traducción de Miguel Antonio Caro incluida en el libro Traducciones poéticas, 1889)

      Ya de la queda el toque reposado
      Anuncia el fin del moribundo día,
      Y por la loma el mugidor ganado
      Camina lentamente a la alquería.

      El cansado gañán por el sendero
      Torna a su pobre choza con premura,
      Y abandonando el universo entero
      A mí lo deja y a la noche oscura.

      Turbio, indistinto miro por doquiera
      Borrarse ya el paisaje antes hermoso:
      El viento duerme; en derredor impera
      Quietud solemne, funeral reposo.

      Y sólo se oye el vuelo y el zumbido
      De la cigarra en los pelados cerros,
      Y del rebaño en el lejano ejido
      El soñoliento son de los cencerros;

      O ya, de aquella torre que abrazada
      La hiedra tiene con verdor lascivo,
      Que alza a la luna blanca y argentada
      Su amarga queja el buho pensativo,

      Contra los que profanos y atrevidos
      Quebrando con sus pasos el misterio
      De estos bosques hojosos y escondidos,
      Turban su antiguo y solitario imperio.

      Bajo de aquellos álamos nudosos,
      Del tejo melancólico a la sombra
      Donde se alza en mogotes numerosos
      El césped verde en desigual alfombra,

      En su estrecha morada colocados
      Bajo la humilde cruz que allí campea,
      Descansan sin afanes ni cuidados,
      Los rústicos abuelos de la aldea.

      El leve soplo, el plácido gemido
      Del viento en la aromática mañana;
      La golondrina en el pajizo nido
      Sus dulces trinos repitiendo ufana;

      La aguda voz del gallo vigilante,
      La ronca trompa y el clarín risueño,
      No alcanzarán ya más un solo instante
      A despertarlos de su eterno sueño.

      No más para ellos el hogar sagrado
      Dará su alegre fuego en el invierno,
      Ni de la esposa el sin igual cuidado
      Les mostrará su afán y afecto tierno;

      Ni sus niños con pláticas sencillas
      Esperarán con mágico embeleso,
      Para trepar después a sus rodillas
      Y disputar el envidiado beso.

      ¡Cuántas veces la espiga ya madura
      Dobló a sus hoces la cerviz dorada!
      ¡Cuántas otras la gleba inerte y dura
      Rompió su reja y quebrantó su azada!

      ¡Oh, cuál gozaban al lanzar con brío
      En el abierto surco el rubio grano!
      Y cómo resonaba el monte umbrío
      Del hacha al golpe en su robusta mano!

      No la ambición se mofe envanecida
      Con insultante risa y gesto duro.
      De los humildes goces de su vida,
      Y destino pacífico y oscuro.

      Ni escuche desdeñosa la grandeza,
      A quien ciegos adoran los mortales,
      Torciendo con desprecio la cabeza,
      Del pobre los domésticos anales.

      El fausto de alta alcurnia, el gran tesoro,
      Y del poder la pompa soberana,
      Y cuanto la hermosura y cuanto el oro
      Dar han podido a la ambición humana,

      Todo tiene la misma triste historia,
      Todo en un mismo fin acaba y cesa,
      Y la senda brillante de la gloria
      Sólo conduce a la profunda huesa.

      Ni los culpéis, ¡oh vanos y orgullosos!
      Si sus tumbas no adorna un monumento
      Con trofeos lucidos y vistosos
      Que a la voz de la fama den aliento.

      En vasto templo, al esplendor radiante
      De la luz que refleja en jaspe y oro,
      Donde en la inmensa nave resonante
      Se oye el clamor del órgano sonoro.

      ¿Pueden marmóreo busto, urna esculpida.
      En donde el arte sus primores vierte,
      Volver a dar respiración y vida
      Al que duerme en el seno de la muerte?

      ¿Pueden vagos y estériles honores
      A esos huesos tornar su antiguo brío,
      Y hacerse oír los ecos seductores
      De la lisonja, en el sepulcro frío?

      Tal vez en ese sitio despreciado
      Descansa un corazón noble y hermoso,
      De sacro fuego celestial colmado,
      Y lleno de entusiasmo generoso.

      Tal vez se pudren manos que pudieran
      Regir el cetro augusto dignamente,
      Que si las cuerdas de la lira hirieran,
      Excitaran un éxtasis ferviente.

      Pero a sus ojos el saber divino
      Que guarda de los tiempos el tesoro,
      Ni abrió su libro, ni mostró el camino
      Que guía adonde crece el lauro de oro.

      Su altiva inspiración con ceño adusto
      Heló la triste y mísera pobreza,
      Y la suerte secó con soplo injusto
      El raudal que les dio naturaleza.

      ¡Cuánta perla gentil, rica y lozana.
      De puro brillo y esplendor sereno,
      Vedada siempre a la codicia humana
      Guarda la mar en su profundo seno!

      ¡Ay, cuánta flor ostenta sus primores
      En retirado valle sola y triste,
      Y en medio de su aroma y sus colores
      Nadie la mira y para nadie existe!

      Aquí tal vez un Hampden campesino
      Yace, cuyo vigor y noble celo
      Supieron contener en su camino
      De la aldea al soberbio tiranuelo;

      Algún oscuro Milton escondido
      Cuya alma no inflamó fuego sagrado;
      Un Cromwell para el mal desconocido,
      Y de la sangre patria no manchado.

      El aplauso arrancar con elocuencia
      De un Senado suspenso a sus acentos,
      Despreciar con heroica indiferencia
      La flecha del dolor y los tormentos;

      Sobre un país risueño y delicioso
      Derramar la abundancia sin medida,
      Leer su historia escrita en el gozoso
      Rostro de una nación agradecida,

      La suerte les vedó. Ceñidas fueron
      Sus virtudes a límites estrechos,
      Ni más allá sus faltas se extendieron
      Del corto asilo de sus pobres techos.

      Ni por sendas de víctimas cubiertas
      Subieron a la cumbre soberana,
      Ni de la tierna compasión las puertas
      Cerraron nunca a la miseria humana.

      Ni supieron ahogar con agonía
      De la conciencia el grito penetrante,
      Ni el incienso de dulce poesía
      Rendir ante el altar del arrogante.

      Lejos del mundo vil que despreciaron
      Y de su hueco orgullo y desvarío,
      Sus modestos deseos los salvaron
      De locura, de error y de extravío.

      Y por los valles frescos y frondosos
      De la humana existencia, en el retiro,
      Siguieron su camino silenciosos
      Hasta exhalar el postrimer suspiro.

      Mas para proteger de insulto impío
      Estos huesos, aún miro levantadas
      Pobres memorias que su polvo frío
      Cubren con tosca gala ornamentadas.

      Y contemplo en sus verdes sepulturas
      Que cuidó amiga mano con esmero,
      Rudos versos, informes esculturas
      Que mueven a piedad al pasajero.

      Una rústica Musa aquí ha grabado
      Sus nombres y su edad, breve memoria
      Que sustituye al canto levantado,
      Y al rumor de la fama y de la gloria.

      Y veo en otras piedras, entretanto
      Que estas tristes reliquias examino,
      Textos que nos ofrece el Libro Santo
      Y enseñan a morir al campesino.

      Porque, ¿quién al mirarse condenado
      A amarga soledad y eterno olvido,
      Del todo y para siempre ha renunciado
      A recordar las horas que ha vivido?

      ¿Quién, al perder el gozo y la alegría
      Del claro sol y del brillante cielo,
      No lanzó una mirada en su agonía
      Y no tornó sus ojos hacia el suelo?

      ¡Ay! Cuando el alma su morada deja,
      Pide tierno cariño en su quebranto,
      La turbia vista en lamentable queja
      Demanda el don de compasivo llanto.

      Hasta en el fondo de la tumba helada
      Su augusta voz levanta la Natura,
      Y en las yertas cenizas abrigada
      La llama está de amor y de ternura.

      Tú, que haciendo memoria de los muertos
      Sin honor a la tierra encomendados,
      En estos versos, si sencillos, ciertos,
      Sus vidas cuentas e inocentes hados;

      Si un corazón simpático, embebido
      Y a solas meditando aquí llegare,
      Y por la suerte y fin que te ha cabido
      Con cariñoso anhelo preguntare;

      Tal vez responda a su demanda pía
      Un anciano pastor con triste acento:
      "Aquí mil veces al rayar el día
      Satisfecho le vimos y contento;

      "Ya hollando con sus pasos presurosos
      El rocío, a la brisa matutina,
      Para gozar los rayos deliciosos
      Del sol naciente en la gentil colina;

      "O del flexible fresno al pie sentado,
      Cuyas raíces viejas y torcidas
      Se extienden caprichosas por el prado
      En la grama vivaz entretejidas;

      "De la mañana pura al fresco ambiente,
      A la margen del plácido arroyuelo,
      Contemplando el cristal de la corriente
      Que retrata los árboles y el cielo.

      "Ora en el bosque umbroso recostado
      Con amargo desprecio sonreía,
      Ora en sus pensamientos abismado
      Los solitarios campos recorría;

      "En ocasiones grave, en otras ledo.
      Siempre en continua y desigual mudanza,
      Ya inspirando piedad, ya horror y miedo,
      Como herido de amor sin esperanza.

      "Un día en la colina acostumbrada
      Le perdimos de vista, y le buscámos,
      Y la pradera verde y esmaltada
      Y el árbol favorito visitamos.

      "Y corrió un día más, y ni a la orilla
      Del arroyo fugaz que frecuentaba,
      Ni en el valle profundo que se humilla,
      Ni en el alto collado se encontraba.

      "Hasta que al otro, en procesión doliente
      De la campana al son, con triste llanto,
      Le vimos conducido lentamente
      Por la senda que guía al campo santo.

      "Acércate y, pues sabes, su destino
      Leerás en la inscripción que ves escrita
      En esa losa, bajo el viejo espino
      Cuya desnuda copa el viento agita."

      EPITAFIO

      Aquí reposa, y la cansada frente
      Reclina de la tierra sobre el seno,
      Un mancebo ignorado de la gente,
      A la Fortuna y a la Fama ajeno.

      Su pobre cuna, y de su infancia el llanto
      La ciencia no miró ceñuda y fría,
      Y sobre él al nacer tendió su manto
      La santa y celestial Melancolía.

      Fue su alma noble y pura; fue sincero
      Su corazón, y su piedad inmensa;
      Y el cielo favorable y lisonjero,
      Le concedió abundante recompensa.

      De una sentida lágrima el consuelo—
      Y era cuanto tenía— dio al mendigo;
      Y mereció de la piedad del cielo—
      Y era cuanto anhelaba— un buen amigo.

      No su virtud y méritos explores
      Escudriñando con afán curioso,
      Ni pretendas sus frágiles errores
      Sacar de este recinto pavoroso.

      Los ha pesado en imparcial balanza
      De la justicia el inflexible brazo,
      Y reposan con trémula esperanza
      De su padre y su Dios en el regazo.
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